Site icon Trafico Visual

La vanguardia diferida. Una lectura fractal. Por Fanny Pirela

Doris Salcedo: Shibboleth. Tate Modern: 9 Octubre 2007 – 6 Abril 2008

1. En la patria del theorein[1]

Sabemos que eso que solemos llamar legado histórico es un cúmulo de fantasmas, condicionados por factores perdidos en vericuetos que apenas pueden conjeturarse. Lo sabemos, claro, e insistimos en celebrar la contemporánea clarividencia. Pero con la misma frecuencia lo olvidamos (y conviene hacerlo, si es que de escribir la historia se trata). Así “los filósofos que han inventado el arte y el gusto” (dirá Debray refiriéndose a Kant y su descendencia) han llamado arte griego a un dominio inexistente.

No hay en la Grecia antigua una palabra para “arte” en los términos que conocería la modernidad. Techné concierne, en todo caso, a las capacidades técnicas en cuanto al hacer manual, y poiesis a las producciones relacionadas con el intelecto: la convergencia de ambos universos en un objeto resulta por entonces impensable. La idea de objeto artístico, tal como la entiende la historia, vería la luz apenas siglos después, luego de operar una tergiversación de aquello que tomó por modelo. “Nuestras academias de Bellas Artes, durante los doscientos cincuenta años que dura su reino, parecen haber sido víctimas de un malentendido, cuando no de una farsa de dudoso gusto: la plástica, apolínea o no, nunca ha sido la «gran preocupación» de los fundadores esclavistas de la democracia” (1994: 153). Debray se detiene además en puntualizar que, tomando la parte por el todo, se ha insistido en designar como “griego” lo que corresponde en realidad al arte helenístico, basándose por otra parte en copias muy posteriores.

Una inversión, semejante a la que permitió leer la expresión más acabada de la libertad y la igualdad en un modelo social en el que ser ciudadano libre era prácticamente un privilegio, es lo que daría forma a la noción primera de arte. Regis Debray llama “la positividad de la alucinación griega” a la noción renacentista, que pretendiendo reivindicar la condición del hombre sobre la tierra, sale a buscar la imaginación creadora al cielo de la metafísica. La Idea griega, de privativo origen divino, no llegaría a manos humanas sino a través de un curioso giro. Si “la Naturaleza o el Logos, el Primer Motor o el alma del Mundo, tienen la exclusiva de lo Nuevo” (Ibid: 154), el pequeño demiurgo artesanal no puede ser creador de presencia alguna: su trabajo es re-presentar, hacer copias del gran orden. Lo que invierte la ecuación y habilita la creación humana como un origen, la originalidad de la obra, es una “ontología inversa por primacía de la representación sobre la presencia”, invención de entero cuño renacentista. Debray sitúa así el origen del arte en una idea que se propuso desplazar a la de creación ontológica (divina), pasando por alto que estaba fundándose precisamente sobre ella.

Aparte de estas ineludibles consideraciones, hay un asunto capital que el escrupuloso recorrido de Debray parece insinuar, pero que nunca despliega. Y si a esta altura se pretende desarrollar una estrategia de revisión contundente, es imperativo detenerse en la circunstancia nada trivial de que se toma por “griego” lo que en rigor es, directa y estrictamente, platónico[i]. Si bien llega a decir que “Platón, que expulsó de la República a pintores y poetas, no es una referencia objetiva, pues carga las tintas y hace de una alergia una doctrina” (Ibid: 149), la argumentación de Debray refiere la “polis griega” como un todo homogéneo. Sí, fue efectivamente así para el Renacimiento, que se modeló justamente sobre el “discurso griego clásico sobre lo bello” (Ibid: 150), y es verdad que, si la intención es explorar el canon fundante de esta tradición, los “márgenes” de tal discurso no son un objeto específico, pero no es menos cierto que dejar su impulso girando sobre esta frontera no hace más que reafirmarla.

Porque lo que se ha extendido como una totalidad sin hendiduras bajo el mote de “Grecia antigua”, fundamento de toda la tradición filosófica de Occidente, es resultado del proyecto exitoso de un aristócrata que aprovechó su ventaja. Platón se dedicaría de modo sistemático a la construcción de una historia de la filosofía de la que es juez y parte, para forjar la institución a partir de una (su) particular visión mitológica del mundo. “El esencialismo antiguo de la Idea” no es tanto -como establece Debray- una convención griega, sino más precisamente una disposición platónica[ii].

De modo que es específicamente en Platón y sus leales donde hay que buscar al legítimo fundador de la Cultura afirmativa, “que es, en sus rasgos fundamentales, idealista”, y que Marcuse delimitará además como un feudo burgués:

La división entre lo funcional y necesario, y lo bello y placentero, es el comienzo de un proceso que deja libre el campo para el materialismo de la praxis burguesa por una parte, y por la otra, para la satisfacción de la felicidad y del espíritu en el ámbito exclusivo de la “cultura” (Marcuse, 1967: 4).

Debray coincide con Marcuse en ir a buscar el desencuentro al lugar donde la correspondencia teocéntrica entre creación e idea hace posible el nacimiento de un espacio metafísico llamado arte[iii]: un hacer de nuevo la realidad para posesionarse de la esencia, de “la enigmática equis”, ironizaría Nietzsche, “de la cosa en sí”. Pero Marcuse hila más fino: si bien la condición de todo idealismo es una escisión ontológica entre valores espirituales y universo material -que reduce éste a una especie de anécdota que solo tiene razón de ser en función de su posible conexión con el mundo superior, verdadero, de lo bueno y lo bello- la postura de Platón, en tanto que programática, aún apuesta por el cambio de la lógica social: “el postulado fundamental del idealismo es que este mundo material ha de ser modificado y mejorado de acuerdo con las verdades obtenidas en el conocimiento de las ideas. La respuesta de Platón a este postulado es su programa de una nueva organización de la sociedad” (Ibid: 8). Claro, que en esta nueva organización el placer sensible tiene necesariamente una valoración negativa, en tanto responde a los apetitos “inferiores” del espíritu, situados en el mismo plano de aquellos que se satisfacen con las posesiones de orden material y el lucro monetario. La gran verdad de la Idea es destino de una élite intelectual, que ha de mantener su búsqueda lejos del mundano cuerpo y sus bajezas[iv].

Para Aristóteles el verdadero filósofo ya no es siquiera el político. Con él, el idealismo platónico se eleva a ese punto en el que las condiciones de la práctica social son presentadas en términos ontológicos y aceptadas por eternas, inmutables[v]. Si la crítica del maestro (Platón) va todavía dirigida hacia la organización comercial de la vida ateniense, el discípulo (Aristóteles) es, para Marcuse, “más realista” y precisamente por eso, más conformista y pasivo ante el orden social. Lo que Platón propone como un proyecto social (para el cual, no hay que olvidarlo, son “viles” los pintores y los poetas) es convertido por Aristóteles en una sagrada plenitud de orden teórico[vi].

Con todo, “Aristóteles no sostenía que lo bueno, lo bello y lo verdadero fueran valores universalmente válidos y universalmente obligatorios, que ‘desde arriba’ debieran penetrar e iluminar el ámbito de lo necesario, del orden material de la vida”. Esta pretensión es propiedad exclusiva del concepto de Cultura, “elemento fundamental de la praxis y la concepción del mundo burguesas” (Ibid: 7). Y solo en esta cultura los objetos y actividades producidos por ella misma están investidos de un aliento que es “sublime” precisamente por ser sobre-natural. Si es una lectura renacentista de Platón lo que instala la posibilidad de una conexión entre el mundo de las ideas y la creación artística, para Marcuse es una lectura burguesa de Aristóteles lo que produce la separación entre ese reino y la praxis social.

Marcuse escribía aquello en 1967, un año antes de los sucesos de Mayo en París y dos décadas después del fin de la gran guerra. La preocupación disidente por lo burgués era el signo de la época y venía siéndolo espasmódicamente desde el siglo anterior desde una pluralidad de posiciones[vii]; pero a diferencia de lo que había sucedido durante las primeras vanguardias, parecía que a esa altura no hacía falta deshacerse en definiciones. Con la ascensión, a partir de 1945, de lo que Williams define como una “burguesía internacional verdaderamente moderna” (1997: 86), se llegaría a una especie de consenso con respecto al enemigo común. Aquel racimo de ataques a “lo burgués” que había derivado en el encuentro de posturas radicalmente diferentes e incluso opuestas a las primeras intenciones de algunos grupos (comunismo, fascismo, conservadurismo, elitismo intelectual), se unifica en Marcuse en el rechazo a la praxis burguesa.

El gran aporte de Marcuse está en esta afilada crítica, en la reflexión de que más allá de las posiciones de poder (que se actualizan cada tanto en la jerarquía social) lo que hay que derogar es el tipo de organización social que subyace tras la cultura afirmativa: la separación occidental entre cultura y civilización, que bajo diferentes formas y nominaciones ha mantenido siempre la felicidad en una esfera “especial” separada de la vida del mundo, y cuyo nefasto resultado es que el placer se comprenda como un mecanismo administrable –y en muchos casos, prescindible- entre otros (más) necesarios para la existencia. Muy lejos de una “evolución”, cada nuevo estadio de la historia termina siendo más o menos una sustitución de términos. “El culto idealista de la interioridad y el culto heroico del estado están al servicio de órdenes de la existencia social que son fundamentalmente idénticos […] Si anteriormente la cultura había apaciguado en una apariencia real la pretensión de felicidad, el individuo tendrá ahora que aprender que no debe hacer valer sus exigencias personales de felicidad” (Ibid: 60). Los supuestos progresos de la sociedad no han operado transformaciones sustantivas, sino meras adaptaciones nominales, restituciones consecutivas del mismo proceso.

 

2. Yo nunca me desintegro, porque nunca me integro[2]

Si para Bürger estas consideraciones son “excesivas”, arrebatos influidos por el frenesí liberador de los movimientos de los sesenta (cuya eclosión es, más bien, la mise-en-scène de la extensa trayectoria teórica de Marcuse) en buena medida es porque no es capaz de comprender que lo que propone Marcuse no es “que la praxis estética que se ha configurado como un ámbito especial dentro y contra la sociedad burguesa racionalmente organizada, pueda convertirse en principio de organización de una praxis social no alienada” (Bürger, 1996: 73), sino una superación del orden que sustenta y perpetúa la separación de ambas praxis.

Evidentemente, Bürger –como Habermas y otros- no llega a aprehender el proyecto marcusiano porque no advierte que su método de aproximación a la historia está necesariamente condicionado por el devenir de esa historia, de modo que no alcanza a cuestionarse que en sus propias conclusiones está la marca de una forma particular de construir pensamiento, precisamente ésa que Marcuse pretende abolir:

“Desde el punto de vista de los intereses del orden existente, la superación real de la cultura afirmativa tiene que parecer utópica: esta superación está más allá de la sociedad a la que la cultura había estado hasta ahora vinculada. En la medida en que la cultura ha sido incorporada al pensamiento occidental como cultura afirmativa, la superación y eliminación del carácter afirmativo provocará la eliminación de la cultura en tanto tal. En la medida en que la cultura ha dado forma a los anhelos e instintos del hombre que no obstante poder ser satisfechos, permanecen de hecho insatisfechos, la cultura perderá su objeto […] Si la cultura ha de estimular no solo los anhelos, sino también su realización, entonces no podrá tener aquellos contenidos que en tanto tales tienen ya un carácter afirmativo” (Marcuse, 1967: 63).

Impide a Bürger tal lectura precisamente lo que identifica Foster como su mayor limitante: una adhesión demasiado estricta a la premisa marxista de que el desarrollo de un objeto y la posibilidad de su cognición guardan una correspondencia unidireccional. Esta misma convicción habría llevado a los historiadores, incluido especialmente Bürger, a concluir que el conocimiento de un arte depende estrictamente del desarrollo “intrínseco” de ese arte, sin considerar que ese desarrollo depende de (es) su relato histórico, sea o no extemporáneo. La historia es concebida por Bürger según una idea de evolución que, a pesar suyo, es esencialmente biologicista.

Según eso propone una Teoría de la vanguardia que rastrea tres momentos constitutivos: primero, el movimiento ilustrado de fines del XVIII que reclama autonomía para el arte; el segundo un siglo después con el ascenso de esta autonomía hacia el esteticismo; y el tercero a comienzos del siglo XX con el ataque vanguardista hacia los anteriores. Según esta simplificación que, como anota Foster “toma al pie de la letra la romántica retórica de ruptura y revolución de la vanguardia [y] con ello pasa por alto dimensiones cruciales de su práctica” (2001: 17), las vanguardias históricas habrían emprendido una empresa contradictoria que no solo fracasó en su propósito de integrar el arte con la vida, sino que funcionaría como “advertencia funesta” para cualquier intento futuro de superación de la estética idealista. Esta última afirmación apunta directamente a lo que se oficializó como neovanguardia, justamente en los términos del propio Bürger.

“Cuando la protesta de la vanguardia histórica contra la institución arte ha llegado a considerarse como arte, la actitud de protesta de la neovanguardia ha de ser inauténtica […] La vanguardia intenta la superación del arte autónomo en el sentido de una reconducción del arte hacia la praxis vital. Esto no ha sucedido y acaso no pueda suceder” (Bürger, 2000: 110).

Según Foster, Bürger decreta este fracaso fundamentalmente por tres razones. Además de comprender la voluntad de superación del arte en términos estrictamente retóricos, está la creencia de que una teoría puede comprender a toda la vanguardia, lo que, a fin de demostrar su argumento, inevitablemente lo conduce a un tercer fallo, relacionado con una selección demasiado parcial de los objetos de análisis. Porque “para los artistas de la vanguardia más aguda tales como Duchamp, el objetivo no es ni una negación abstracta del arte ni una reconciliación romántica con la vida, sino un continuo examen de las convenciones de ambos. Así, más que falsa, circular y si no afirmativa, en el mejor de los casos la práctica vanguardista es contradictoria, móvil cuando no diabólica. Lo mismo es cierto de la práctica neovanguardista en el mejor de los casos” (Foster, 2001: 18).

Será interesante detenerse en esta significativa alusión a lo diabólico. Dia-bollein, del griego lo que desgarra, lo que separa, constituye en ese sentido una oposición a sum-ballein: lo que reúne, origen etimológico de “símbolo” ¿Estaría Foster sugiriendo que uno de los motores implícitos de la vanguardia sería poner en entredicho la función lógica del símbolo, nada menos que la sagrada comunión entre significado y significante? Sobre esta cuestión se avista una interesante discrepancia con Baudrillard, que será tanteada aquí más adelante[viii].

 

3. Algunos nacen póstumamente[3]

Semejante tensión resulta inadmisible para Bürger. Y precisamente ahí donde su mirada reactiva ve un fracaso, una revisión activa[ix] descubre terreno fértil para la teoría. Foster cosecha justo donde la historiografía convencional abandona: en la condición paradojal del impulso vanguardista. Evidentemente, la estricta cautela del historicismo “definido con toda sencillez como la identificación de antes y después con causa y efecto, como la presunción de que el acontecimiento anterior produce el posterior” (Ibid: 12), al encontrarse con este escenario, sepulta las vanguardias de preguerra en un fracaso trágico, y las siguientes en una versión neo de aquellas, que según eso no pueden ser sino una farsa[x].

Teniendo en cuenta los consabidos problemas de la vanguardia (“la ideología del progreso, la presunción de originalidad, el hermetismo elitista, la exclusividad histórica, la apropiación por parte de la industria cultural, etc.”), Foster procura insistir en la necesidad de producir nuevas genealogías para pensarla. Así, se ocupa de cuestionar la escritura del arte y las formas en que han sido y son todavía pensadas nociones como inmediatez, causalidad, temporalidad, narratividad y ruptura epistemológica[xi], en pos de una recuperación crítica del pasado que genere nuevas preguntas al presente, capaces de encarar estos transcursos de ida y venida más allá de la estrecha escisión/comunión que entiende lo estético como transpolítico ( dentro, como demanda la vanguardia, o “ulterior”, según la posmoderna nostalgia, pero en todo caso ajeno al conjunto de las relaciones sociales, gesto que devuelve al mito afirmativo) o lo ubica como “posthistórico”.

Frente al historicismo, responsable de la condena de cierto arte contemporáneo a la reiteración o la redundancia, Foster propone un modelo de aproximación que articula los ejes diacrónico (histórico) y sincrónico (social) a partir de dos nociones. La primera de ellas se basa en el principio geométrico de parallax, que alude al aparente desplazamiento o diferencia en la posición aparente de un objeto, causada por el cambio real o diferencia de posición del punto de observación. Esta idea permite pensar cómo desplazamientos de la mirada en el presente sugieren imágenes distintas de lo que ese presente distingue como pasado. “Esta figura subraya que los marcos en que encerramos el pasado dependen de nuestras posiciones en el presente y que estas posiciones las definen esos marcos. También cambia los términos de estas definiciones de una lógica de la transgresión vanguardista hacia un modelo de (des)plazamiento deconstructivo, lo cual es mucho más adecuado para las prácticas contemporáneas” (Ibid: IX).

La segunda desciende del psicoanálisis. Foster revierte a favor lo que en sus propias palabras es un “vicio” de la crítica contemporánea: el tratamiento de la historia como sujeto, y lo hace valer para la “institución del arte”. Con esto vindica explícitamente aquel rancio interés por la autonomía, pero lo hace en unos términos muy particulares, como veremos. Leyendo a Freud a través de Lacan, recupera la idea de acción diferida o nachträglichkeit, que sugiere que un suceso solo es registrado como traumático a partir de un acontecimiento posterior que lo decodifica de modo retrospectivo (y que puede, en este tránsito, generar a su vez nuevos traumas)[xii]. Por cuanto el arte, en tanto proceso, participa de esta dinámica de anticipación y reconstrucción, las vanguardias han de ser leídas como un sujeto asíncrono, nunca acabado del todo.

“La vanguardia histórica y la neovanguardia están constituidas de una manera similar, como un proceso continuo de protensión y retensión, una compleja alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en una palabra, en una acción diferida que acaba con cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y efecto, origen y repetición” (Ibid: 31).

Promediando los noventa, Foster asomaba algo que Huyssen desplegaría ampliamente en la siguiente década[xiii], tras el desgaste de las discusiones sobre la posmodernidad y su supuesta impugnación de las categorías de la modernidad: no hay un “antes” moderno seguido de un “después” posmoderno, no hay “transición” cronológica (ni geológica) entre ellos. Yo creo -anticipa Foster- que la modernidad y la posmodernidad están constituidas de un modo análogo, en la acción diferida, como un proceso continuo de futuros anticipados y pasados reconstruidos […] en lugar de romper con las prácticas y los discursos fundamentales de la modernidad, las prácticas y discursos sintomáticos de la posmodernidad han avanzado en una relación nachträglich con ellos[xiv] (Ibid: 79). En estas intenciones resuena la propuesta marcusiana de revisar críticamente el modelo historicista en función de agitar sus energías hacia el futuro.

Lo remarcable del recurso teórico propuesto por Foster es que, aunque él mismo advierte que quizás su lectura paralláctica y diferida[xv] puede que no sea aplicable en el caso de otros objetos (su propósito son las vanguardias, y dentro de la “neovanguardia” específicamente el minimalismo y el pop), ésta excede tanto las  pretensiones de verdad de la crítica reductiva y reactiva (Bürger), como el escepticismo radical de algunos posmodernos, caso que veremos en Baudrillard.

Donde Marcuse anima a una conmoción del orden del mundo, Baudrillard encuentra solo escombros de una catástrofe:

“Tampoco el arte ha conseguido, según la utopía estética de los tiempos modernos, trascenderse como forma ideal de vida (antes no tenía por qué superarse hacia una totalidad, pues ésta ya existía, y era religiosa). No se ha abolido en una idealidad trascendente sino en una estetización general de la vida cotidiana, ha desaparecido en favor de una circulación pura de las imágenes, en una transestética de la banalidad” (1991: 18).

Para Baudrillard, en lugar de un desmantelamiento de la representación, hay una disolución de la potencia subversiva del símbolo. La esperada muerte del arte efectivamente sobreviene, pero porque es alcanzado por la devoradora omnipresencia del universo capitalista. Desde la lente del signo-mercancía, el paso de la “puesta entre paréntesis del referente” (para Foster, la zafra virtuosa del arte moderno) a la “ruptura posmoderna del signo” es total y no puede significar más que un fin definitivo de la cultura; pero no como la implosión estimulante que Marcuse convocaba, sino como una aniquilación apocalíptica.

Aunque quiere ocuparse de sus asuntos desde un “más allá del bien y del mal”, el argumento de que “vivimos teóricamente mucho más allá de nuestros propios acontecimientos” (Ibid: 155) tiene la marca de todas las lecturas encandiladas de la posmodernidad. Baudrillard quisiera regodearse en el atisbo de un Occidente en decadencia, pero se ahoga con él:

“Todo está afectado al mismo tiempo y en la misma medida por la virulencia, por la reacción en cadena, la propagación aleatoria e insensata, la metástasis. Y es posible que nuestra melancolía proceda de ahí, pues la metáfora seguía siendo hermosa, estética, se reía de la diferencia y de la ilusión de la diferencia. Hoy, la metonimia (la sustitución del conjunto y de los elementos simples, la conmutación general de los términos) se instala en la desilusión de la metáfora” (Ibid: 14).

En él no solo hay nostalgia, sino resignación –textualmente: entrega a una voluntad “transubjetiva”. El cuadro melancólico es irreductible. Al dejar al mundo sin referencias, la fase fractal del valor no solo despoja la cultura de su objeto, sino al sujeto de su destino[xvi]. En lugar de entregar al individuo su auténtica voluntad, la libertad de la metáfora supone para Baudrillard un proceso que se desarrolla por inercia, alejado de las voluntades particulares, que quedan extáticas o aturdidas por el vértigo. Se trata de una inversión literalmente absoluta: el trabajo de la producción intelectual, en el mejor de los casos, consistirá en asirla, si es que es “lo bastante ingenua como para dejarse atrapar” (Ibid: 119). Y en tanto escapa a la energía subjetiva, esta experiencia “nueva” del mundo ¿no es acaso un nuevo aspecto de la estasis religiosa aquella, tan anciana?

Baudrillard parece justificar “la desdicha absoluta” de la contemporaneidad en la evidencia del carácter paradójico de toda revolución. Y es ahí donde se vuelve reactivo: anuncia la desaparición de un relato sin advertir que en el momento en que escribe está construyéndolo, interpelando a ese mundo que es supuestamente incapaz de dar respuestas, y que la desilusión adviene precisamente porque esas respuestas existen, sólo que no son ya únicas, ni universales, ni verificables. Si el desengaño puede ser documentado es porque lejos de una disolución, el signo experimenta una fisura; y es esa fisura, resultado de la revolución fallida, justamente lo que permite entender que “el movimiento revolucionario ha pasado” (Ibid: 16). Ciertamente: ha caducado, pero porque ha hecho caducar las intenciones originales de radicalidad con todo y su ánimo redentor.

Doris Salcedo: Shibboleth. Tate Modern: 9 Octubre 2007 – 6 Abril 2008

La falta de esta disolución (que, de haberse realizado, habría impedido la discusión que la postulaba) constituye el objeto melancólico de la teoría moderna, y secretamente también del posmodernismo. El resultado de leer al pie de la letra el compromiso vanguardista de demoler las estructuras del arte afirmativo termina por restaurar otra cara del idealismo, otro augurio de redención… con su respectivo Apocalipsis.

Baudrillard sostiene su argumento en que la intención de trasmutar los valores no solo fue infructuosa, sino que hizo posible su disolución en la vorágine capitalista. Y esto es cierto. Tanto, que de haber podido prever su futuro la Vanguardia histórica habría hecho exactamente la misma lectura trágica… El detalle es que de aquello hace más de un siglo. Hace falta una revisión contemporánea de los límites teóricos, si lo que se quiere es hacer de la desilusión paralítica una operación dinámica, o (para decirlo en comunión con Freud y Nietzsche) convertir el duelo reactivo por la ruptura en una melancolía activa[xvii] de su (im)posibilidad paradójica.

Porque a pesar de todos los intentos, de todas las llamadas a “hacer de la teoría un crimen perfecto o un atractor extraño” (Ibid: 120) una obsesión oculta por la coherencia causal condena la crítica al destino de Sísifo. Baudrillard interpreta como el “fin del arte” lo que en realidad es una disolución de los parámetros que lo reducían a la trivialidad del juicio (moral) de valor; y desde su mirada, tomar partido por la imposibilidad de la prueba “científica” (esto es: metafísica) condena a la “indiferencia”. No en vano dice que le cuesta aceptar que la revolución contemporánea es la de la incertidumbre.

Esta declaración tiene más de veinte años. Hasta hoy, el llamado “arte político”, sabiendo de su propia imposibilidad, persiste en su paradoja. Quizás porque no reconoce a quienes debe su nombre, su anacrónico nombre, originario de una extinta época que él mismo se encargaría de conmocionar (pero que al parecer no se dio por aludida) cuando comprendió que todo hacer humano es ya político, y toda política una forma de habitar el (los) mundo(s). Quizás porque lo que está drenando por las grietas e intersticios recién abiertos en el mundo occidental no es el “oxígeno”, como lamenta Baudrillard, sino –apenas- la significación, como celebra Foster.


[1] “Es justo preguntarse si en la patria del theorein, los ojos del espíritu no han eclipsado un tanto a los ojos de la carne” (Debray, 1994)

[2] Andy Warhol

[3] Friedrich Nietzsche. Ecce Homo

Notas


[i] A esto llegamos a partir de las significativas investigaciones de Michel Onfray. “De la misma manera que los manuales escolares dirigidos por personas distintas, escritos incluso por individuos sin semejanza entre sí y publicados por editoriales en competencia recíproca cuentan la misma epopeya con meros cambios de detalles o de forma, con harta frecuencia las historias de la filosofía ofrecen el mismo relato […] se podría continuar con la lista de nombres ilustres, todos los cuales dan testimonio en el mismo sentido: la escritura de la historia de la filosofía griega es platónica. Ampliemos el marco: la historiografía dominante en el Occidente liberal es platónica” (Onfray, 2007: 17).

[ii] En este proyecto de desarrollar una Contrahistoria de la Filosofía, Onfray se pregunta “¿Por qué Platón jamás cita a Demócrito en su obra, aún cuando toda ella pueda leerse como una máquina de guerra lanzada contra el materialismo? ¿Cómo se explica que en ningún momento se explote la información que proporciona Diógenes Laercio acerca del furioso deseo del autor del Fedón de destruir, en un acto de fe, todas las obras de… Demócrito, precisamente? ¿Por qué dar crédito a la figura de un Sócrates platonizado, cuando una imagen más próxima de Diógenes de Sinope o Aristipo de Cirene permiten abordar la obra filosófica del sileno más allá del mero servicio a la idea platónica? ¿Cómo comprender el silencio sobre Aristipo y el pensamiento cirenaico en todos los diálogos de Platón? El pensador de Cirene aparece en ellos una sola vez y mencionado con malevolencia […] Lo mismo ocurre con la inexistencia de los filósofos cínicos en el corpus de la filosofía idealista” (2007: 18).

[iii] Dice Debray: “ese nacimiento al que históricamente se llama «Renacimiento», habida cuenta de la necesidad que tiene la humanidad de situarse bajo la autoridad del pasado para inventar el futuro, ha tomado como modelo su antimodelo, el esencialismo antiguo de la Idea” (1994: 155).

[iv] “Platón exige, con respecto a las clases dirigentes, la supresión de la propiedad privada (también de las mujeres y niños) y la prohibición de ejercer el comercio. Pero este mismo programa pretende fundamentar y eternizar las contradicciones de la sociedad de clases en lo más profundo del ser humano: mientras que la mayor parte de los miembros de un estado está destinada, desde el comienzo hasta el fin de su existencia, a la triste tarea de procurar lo necesario para la vida, el placer de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello queda reservado para una pequeña élite” (Marcuse, 1967: 8)

[v] “Aristóteles sostiene el carácter práctico de todo conocimiento, pero establece una diferencia importante entre los conocimientos. Los ordena según una escala de valores que se extiende desde el saber funcional de las cosas necesarias de la vida cotidiana hasta el conocimiento filosófico que no tiene ningún fin fuera de sí mismo, sino que se lo cultiva por sí mismo y es el que ha de proporcionar la mayor felicidad a los hombres. […] La distancia entre facticidad e idea se vuelve más grande precisamente porque facticidad e idea son pensadas en una relación más estrecha. El aguijón del idealismo: la realización de la idea, se vuelve romo. La historia del idealismo es también la historia de su aceptación de lo existente” (Marcuse, 1967: 9)

[vi] Theorein: visión intelectual, pensamiento especulativo

[vii] Dice Williams: “Ninguna cuestión es más importante para nuestra comprensión de estos movimientos antaño modernos que la ambigüedad del término “burgués”. La ambigüedad subyacente era histórica, en tanto dependía de la variable posición de clase desde la cual se veía lo burgués. Para la corte y la aristocracia, el burgués era a la vez mundano y vulgar, socialmente pretencioso pero obstinado, moralista y estrecho de espíritu. Para la clase obrera que recién se organizaba, sin embargo, en el centro del escenario no sólo estaba el individuo burgués con su combinación de moralidad egoísta y comodidad a su propio servicio, sino también la burguesía como una clase de empleadores y controladores del dinero. La mayoría de los artistas, escritores e intelectuales no se encontraban en ninguna de estas posiciones fijas de clase. Pero de maneras diferentes y variables podían superponer sus quejas a las de cada una de las clases contra el cálculo burgués del mundo […] No fue necesario que la afirmación se formulara con mucha frecuencia para ampliarse hasta una condena generalizada de la “masa” que estaba más allá de todos los artistas auténticos: ahora, no sólo la burguesía sino el populacho ignorante que estaba fuera del alcance del arte o era hostil a él de una manera vulgar. Cualquier residuo de una aristocracia real podía en ocasiones incluirse en este tipo de condena: los bárbaros mundanos a los que se confundía ofensivamente con los verdaderos aristócratas creativos” (1997: 77).

[viii] Respecto de la posición de Foster, resulta revelador el pasaje en que comenta “«La pintura está emparentada con el arte y la vida», reza un famoso lema de Rauschenberg. «Ni una ni otra cosa están hechas. (Yo trato de actuar en la brecha abierta entre ambas.)». Repárese en que dice «brecha»: la obra ha de sostener una tensión entre el arte y la vida, no restablecer del modo que sea la conexión entre ambos” (Foster, 2001: 18). Esta idea de tensión es precisamente la clave para comprender cómo se inscribe Foster en una forma de aproximación muy distinta a la de Bürger y compañía, forma que procura alejarse del legado moderno para generar nuevas estrategias de revisión que permitan al arte contemporáneo salir de aquella estigmatización estéril.

[ix] En términos nietzscheanos: las fuerzas activas son las fuerzas vitales, activas, creadoras. Así,  las reactivas corresponden a aquello que busca definirse a partir de oposiciones, de meras reacciones ante lo conocido, y en este sentido son infértiles, débiles, violentas y contrarias a la vida.

[x] Foster recuerda aquí que Bürger está repitiendo el tropo marxista de que los grandes sucesos históricos ocurren dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Con mucha agudeza, además, dedica un pasaje entero a explicitar el contexto original en el que tiene lugar la frase de Marx, con lo cual demuestra la malintencionada descontextualización:
“Bürger se hace eco de la famosa observación de Marx en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte (1852), maliciosamente atribuida a Hegel, de que todos los grandes acontecimientos de la historia universal ocurren dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. (A Marx lo que le preocupaba era el retorno de Napoleón, amo del primer Imperio Francés, disfrazado de su sobrino Luis Bonaparte, siervo del segundo Imperio Francés). Este tropo de la tragedia seguida por la farsa es atractivo -su cinismo protege de muchas ironías históricas-, pero ni mucho menos basta como modelo teórico, no digamos como análisis histórico. Sin embargo, se halla presente en todas las actitudes hacia el arte y la cultura contemporáneos, donde primero construye lo contemporáneo como posthistórico, un mundo simulado de repeticiones fracasadas y pastiches patéticos, y luego lo condena como tal desde un mítico punto de escape crítico más allá de todo ello. En último término, este punto es posthistórico y su perspectiva es tanto más mítica allí donde pretende ser más crítica” (2001: 15).

[xi] “A pesar de las muchas criticas que ha recibido en diferentes disciplinas, el historicismo aún es omnipresente en la historia del arte, especialmente en los estudios de la modernidad, como han hecho desde sus grandes fundadores hegelianos hasta los influyentes directores de museo y criticas como Alfred Barr y Clement Greenberg entre otros. Más que otra cosa, es este persistente historicismo lo que condena al arte contemporáneo como atrasado, redundante, repetitivo” (Foster, 2001: 12)

[xii] “Cuestiones parecidas”, dice Foster, “planteadas de diferentes modos, han estado también en la base de filosofías cruciales del período: la elaboración de la Nachträglichkeit en Lacan, la critica de la causalidad en Althusser, las genealogías de los discursos en Foucault, la lectura de la repetición en Gilles Deleuze, la complicación de la temporalidad feminista en Julia Kristeva, la articulación de la différance en Jacques Derrida. «Lo que se vuelve enigmático es la idea misma de primera vez», escribe Derrida en «Freud y la escena de la escritura» (1966), un texto fundamental de toda esta era antifundacional. «Es por tanto el aplazamiento lo que está en el inicio» y eso mismo vale para la vanguardia también (2001: 36).

[xiii] En La Gran división (2002), Huyssen expone su rechazo a una cronología lineal o simplista entre lo moderno y lo posmoderno. Su libro posterior, Modernismo después de la posmodernidad (2010) es un desarrollo de este argumento, en cuya introducción se lee:

“Pese a su pretensión de ser una innovación radical (o quizá debido a ella), el posmodernismo ha dejado al descubierto dimensiones del propio modernismo que las codificaciones institucionales e intelectuales del dogma modernista de la Guerra Fría habían olvidado o reprimido: temas relacionados con el anarquismo semiótico de la vanguardia, con la figuración y la narrativa, con el género y la sexualidad, con la raza y la inmigración, con los usos de la tradición, con la tensión entre lo político y lo estético, con la mezcla de los medios de comunicación, etcétera. Uno de los efectos saludables del discurso posmoderno después del auge de los estudios poscoloniales ha sido la apertura geográfica de la cuestión de los otros modernismos y las modernidades alternativas de todo el mundo -en otras palabras, el modernismo como una realidad global mutante y no como algo que limita con el Atlántico Norte-. Además, sigue latente el debate sobre si cabe ver esos modernismos alternativos de forma vertical, como imposiciones de Occidente desde fuera, o como transferencias, traducciones, apropiaciones y transformaciones laterales de lo occidental con respecto a la cultura local regional. Buena parte del trabajo más importante sobre el modernismo se hace ahora en esta área. En todo caso, la modernidad después del posmodernismo, o el modernismo de la posmodernidad, sigue siendo un asunto fundamental  para la historia cultural y para cualquier intento de repensar las viejas cuestiones de la estética y la política para nuestros tiempos” (12).

[xiv] Vale la pena comparar con las palabras de Debray: “La impresión de ya visto, que en general evoca lo nunca visto, se debe a que cada trama de «posmodemidad» reactiva un arcaísmo que surge ante nosotros, cuando creeríamos tenerlo detrás, envuelto en lo «premoderno» (1994: 251). “No hay causalidad lineal, ciertamente, sino un curso general lleno de recovecos” (Ibid: 303).

[xv] La mirada activa (en los términos nietzscheanos que vimos: deconstructiva y fértil a la vez) de Foster es particularmente evidente en su lectura de “Muerte en América” de Warhol: “Ninguna proyección es errónea. Las encuentro igualmente convincentes. Pero las dos no pueden ser Correctas… ¿o sí? ¿Podemos leer las imágenes de «Muerte en América» como referenciales y simulacrales, conectadas y desconectadas, afectivas y desafectas, críticas y complacientes? Yo creo que debemos y podemos si las leemos de una tercera manera, en términos de realismo traumático” (2001: 132)

[xvi] “Ante un proceso que supera en mucho la voluntad individual y colectiva de los actores, no podemos más que admitir que cualquier distinción entre el bien y el mal (y, por tanto, en este caso la posibilidad de opinar de la justa medida del desarrollo tecnológico) sólo vale estrictamente en el margen ínfimo de nuestro modelo racional —dentro de estos límites son posibles una reflexión ética y una determinación práctica—. Más allá de este margen, a la altura del conjunto del proceso que hemos desencadenado y que ahora se desarrolla sin nosotros con la implacabilidad de una catástrofe natural, reina, para bien o para mal, la inseparabilidad del bien y el mal, y por consiguiente la imposibilidad de promover al uno sin el otro […] Más allá de ciertos límites ya no existe relación de causa y efecto, sólo existen relaciones virales de efecto a efecto, y la totalidad del sistema se mueve por inercia […] Esta totalidad del Bien y del Mal nos supera, pero debemos aceptarla por completo. (Baudrillard, 1991: 114-119).

[xvii] Ya se han revisado en estas notas las nociones de activo y reactivo de Nietzsche. Se conectan ahora con las de duelo y melancolía propuestas por Freud, en el sentido de que la melancolía contiene algo más en relación con el objeto que el duelo, pues no se trata de una relación simple de pérdida, sino de un conflicto de ambivalencia. “En la melancolía se urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas se enfrentan el odio y el amor, el primero pugna por desatar la libido del objeto, y el otro por salvar del asalto esa posición libidinal”. En esa medida, la melancolía produce una tensión productiva (activa) que el duelo es incapaz de generar, en tanto elimina “toda libido de sus enlaces con ese objeto” (Freud, 1917).

Fanny Pirela

 

Buenos Aires, 2012

 

 

Acerca de Fanny Pirela Sojo

Crítica cultural y conspiradora de oficio. Interesada en la producción cultural como máquina de transformación. Licenciada en Artes por la Universidad Central de Venezuela y futura Magister en Comunicación y creación cultural por la Fundación Walter Benjamin de Buenos Aires. Realizó estudios de postgrado en Literatura latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar de Caracas, Venezuela. Es ensayista e investigadora en cultura contemporánea y se ha desarrollado profesionalmente en organizaciones culturales sin fines de lucro.

 

 

Exit mobile version