Texto de sala de la exposición ‘País en vilo’
Inauguración: jueves 27 de septiembre de 2012
Clausura: domingo 28 de octubre de 2012
Faría+Fábregas Galería
Caracas, Venezuela
A un siglo de la creación del Círculo de Bellas Artes de Caracas (1912-2012), grupo fundamentalmente de pintores venezolanos que abordó el paisaje nacional en detrimento de la historia patria como vía para la representación del país, convendría proponer una pequeña muestra que sirva para una relectura política de las varias y contradictorias maneras en que las posteriores generaciones de artistas han querido dar su propia versión de lo vivido.
No más la visión heroica de un pasado glorioso ni de un entorno tropical de delicias campestres, costeras y lumínicas. Tampoco la equívoca y rousseauneana propuesta costumbrista, adversada por las búsquedas de una inmersión en un constructivismo pretendidamente universal que no arrancó de nuestras wapas.
Un país que se fue haciendo cada vez más difícil de atrapar en una simple imagen, ya desde tiempos gomecistas (1908-1935), cuando nuestra economía pasa de ser agropecuaria para hacerse petrolera; para casi de inmediato, confrontar los afanes criollistas, de exaltación de razas dentro de las pautas del latinoamericanismo cultural, para hacerse cosmopolita con el fin de la II guerra mundial (1945) y la oleada migratoria del período perezjimenista (1948-1958). Ante una vanguardia abstracta, asimilada cómodamente a la política desarrollista del régimen militar, se dan las primeras disidencias de Los disidentes (1950), con el retorno a la figuración de algunos pintores que aspiran a reintroducir el cuestionamiento sociopolítico contra el orden impuesto por la censura y la Seguridad Nacional.
En las cuatro décadas de ejercicio democrático (1958-1998), el ascenso del cinetismo no impidió el desarrollo de variantes abstractas como el informalismo, que en sus expresiones más duras (Techo de la Ballena, 1961-1967), pretendió constituirse, sin alcanzarlo, en una equivalencia artística del espíritu guerrillero. Pasó que la modernización de las instituciones culturales que propiciaban el arte (Museos, Ateneos, Salones, Galerías) reconoció sin tardanza la calidad de nuestros artistas, comprometiendo con ello la supuesta “contestación” al sistema. Es justo con el boom del los precios del petróleo, en la década del setenta, cuando la nueva riqueza aúpa, junto a la proliferación de museos, salones y galerías, la distorsión de los valores democráticos (corrupción, consumismo, bipartidismo). Sin embargo, en la América Latina, nuestra democracia aparece como una isla rodeada de dictaduras que sólo desaparecerán hacia fines de los ochenta, en coincidencia con el fin de la Guerra Fría (tensión soviético-americana). Los artistas retoman su propio decir a través de nuevas formulas: el performance, el dibujo, el concepto, el video, el objeto. Los lenguajes están contaminados de pop art, de fotorealismo, de minimalismo y de arte povera. Los ochenta significaron un “retorno a la pintura”, el reciclaje de todos los ismos, el “vale todo”. Una borrachera que se alargó hasta los noventa, con las Fundaciones de Museos que facilitaron todo tipo de experimentación, con magníficos catálogos y serias curadurías en un clima de libertad nunca antes vivido. El patrimonio museístico creció generosamente, de manera que todos esos años pueden ser reconstruidos. Pero, paralelamente, se daba un desgaste en las instituciones públicas y en la fe del pueblo en los partidos o en sus dirigentes. El “Caracazo” de febrero de 1989 hoy se revela como un preaviso, y hubo quienes lograron, al cabo de poco tiempo, sacarle el máximo provecho a ese descreimiento generalizado. Varios artistas dejaron registro del sacudón que fue también de conciencias, aunque nadie podía imaginar entonces que al cabo de veinte años las cosas estarían peores.
Las obras que aquí se presentan delatan con diversos formatos y técnicas, esa golpeada sensibilidad que algunos artistas, no los únicos, se han atrevido a revelar. Más allá de sus fechas de ejecución, lo extraño es que salvo una o dos son registros casi directos y reconocibles de actuaciones políticas, una lejana en el tiempo (el atentado contra Rómulo Betancourt, a través de una frase no documentada sino en la propaganda sucia de la época) y otra reciente (la eliminación de los logotipos y emblemas que identificaban las variadas instituciones culturales venezolanas, producto de un afán reductor de significaciones). Dos obras representan bien esa Venezuela Saudita de los setentas: un barrilito a manera de tesoro encontrado en el parque Los Caobos, amuleto para el artista y símbolo del engañoso Dorado venezolano; y un video en super 8 en que Venezuela termina siendo rellenada con pedazos de cualquier cosa y lanzada a un vertedero de basura. Un pintor que se figuró al dictador de entonces según la consagrada imagen del gorila como símbolo de primitivismo, hoy se avergonzaría de defender lo que antes condenaba. La misma ideología ha explotado hasta el abuso la cuestión racial. Los extremos del espectro político, derecha e izquierda, se reencuentran en el arte. Ciertos objetos nos condicionan a ironizar dichos o refranes: ponerse en los zapatos del otro, pero caminando sobre alfombra roja de manera cándida como si no representaran la perversión del poder; o proponer el rescate de un manual de conducta a ver si por fin moderamos las expresiones soeces, sarcásticas e infamantes en las contiendas políticas. O parodiar las búsquedas del cinetismo en una imagen casi inmóvil de una playa de mar ondeante que nos retrotrae al Círculo de Bellas Artes, donde una bandera roja (¿peligro?) flamea hipnotizante para uniformarnos en nombre de la libertad y la justicia.
Roldán Esteva-Grillet, 2012
Texto e imágenes cortesía Faría+Fábregas Galería