El presente texto forma parte de una serie de tres artículos sobre arte y espacio público que nos presenta el curador e investigador de la cultura Felix Suazo
I
El deseo de acercar el arte a la vida como el desenlace utópico de un sueño liberador, no sólo inflamó las aspiraciones de las corrientes vanguardistas a inicios del siglo XX, sino que encontró sucesivas manifestaciones en la cultura Pop de los años sesentas y en el activismo artístico de la década siguiente. La calle era aquel lugar no jerarquizado, relacional y dialógico donde lo artístico encontraría su materia prima y destino. A partir de allí ganan visibilidad y relevancia estética una serie de prácticas visuales, asociadas con el muralismo urbano, el arte popular y el grafiti, entendidas como manifestaciones espontáneas de una discursividad emergente, no reglamentada, cuya omnipresencia y prolijidad ha conquistado un espacio para nuevos comportamientos simbólicos, en un entorno sensible, férreamente administrado por el aparato representacional de la publicidad y la propaganda.
Esa inmersión en los códigos espontáneos de la cultura urbana, suponía – cuando menos- la reconquista del espacio público, no ya como sitio del consenso institucionalizado, sino como un ámbito para el disenso o un marco de narrativas dislocadas. Pero aquella utopía acabó por establecerse como componente inocuo en las políticas de corrección cultural. Desde entonces, lo público dejó de ser aquello que acontecía en los “lugares comunes” y las prácticas que parecían representar aquel ideal, comenzaron a refugiarse en sitios donde pueden ser focalizadas como hechos singulares.
II
¿Qué sentido tiene un trozo de muro pintado dentro de un recinto artístico? ¿qué propósito tiene una pinta callejera convertida en un cuadro de caballete?
Son dos interrogantes que se plantean luego de ver la espectacular reinscripción de varias intervenciones urbanas del grafitero británico Banksy en el marco de la Feria Art Miami / Context realizada en diciembre de 2012. Frente a este ejemplo, pareciera que los presupuestos iniciales del arte urbano -inmediatez, anonimato, irreverencia- están siendo socavados o que, simplemente, nos encontramos ante un caso de “auratización prematura” de las prácticas callejeras, muy similar al que se había producido durante los años ochenta del siglo pasado con otro famoso grafitero, el newyorkino Keith Haring, en un intento por sacralizar adelantadamente la imaginería popular.
Paradójicamente, la situación que comentamos a propósito de Banksy se produce en una ciudad en la que el arte urbano tiene una presencia ineludible, especialmente evidente en el Distrito de Wynwood, localidad donde las áreas exteriores de las galerías, estudios y demás establecimientos productivos o comerciales están cubiertas por una copiosa iconografía realizada con grafitis, tags y esténciles. Igual de contradictorio resulta el hecho de que los organizadores de esa constelación ferial que se apodera de Miami cada año se plantearon en 2012 el reto de insertar el arte en la calle mediante el proyecto Art Public, concebido por el curador Y. Kim para el parque Collins y compuesto por una serie de intervenciones y performances. Así, mientras Banksy es reposicionado en los predios convencionales del arte, la lógica del campo artístico intenta proyectarse más allá de sus límites.
Un grafitero que se convierte en pintor y reenfoca su desempeño buscando la confortable (y segura) elegancia de una galería de arte, no sólo está aceptando los beneficios potenciales que ofrece el mercado, sino la distinción que genera su condición de “autor”. No importa si nadie conoce su rostro o si nunca ha sido visto. Una vez que se abandona la calle, las reglas son otras, aunque se insista en llevar un antifaz como el de El zorro o se corra un albur de peripecias para encubrir lo inevitable.
Eso explica la proliferación de prácticas de activismo domesticadas como una forma de irreverencia cosmética y previsible. Cuando el arte urbano abandona el “lugar común” que le brinda amparo y sentido buscando la reverencia del público “especializado” en una galería o en un museo, también abandona “lo público”, en la medida en que su nuevo foco es el espectador y no el ciudadano. El asunto tiene implicaciones estéticas y económicas, pero sobre todo éticas. La calle es entonces una simple plataforma para promocionar el éxito “autoral”, un soporte para el marketing de un ego encubierto. Es la alteridad travestida, alegoría redentora pero sin referente, artificio vacuo.
Si, porque una cosa es citar o apropiarse de formas y comportamientos de la cultura urbana y otra muy distinta traer un pedazo de pared pintada a la sala de exposiciones o convertir una viñeta de aerosol clandestino en un cuadro. Incluso si esto funciona como operación estética, lo que falla es su efectividad como comentario cívico, en la medida en que se limita al “público”, olvidando el significado de la cosa pública.
III
En 2009 el grafitero venezolano Flix obtuvo el premio del Salón Supercable de Jóvenes con FIA, Sala de exposiciones Corpbanca-BOD, Caracas, por un trabajo titulado “Indigestión” realizado con plantilla y periódicos. El acontecimiento generó un debate acerca de la presencia de este tipo de prácticas urbanas dentro del marco de exhibiciones artísticas, además de algunas reservas en torno a su “originalidad” y enfoque ideológico. Más allá de tales cuestionamientos, el asunto central de esta polémica gira en torno a esa alternable dualidad que sitúa las experiencias callejeras dentro y fuera del circuito artístico, focalizando al “público” o al “ciudadano”, según la ocasión o el contexto donde se ubican.
Yaneth Rivas, artista egresada del Instituto Universiario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón en Caracas, comparte su trabajo entre la calle y los sitios de exhibición tradionales, empleando como herramienta fundamental el cartel. Rivas, cuya propuesta ha sido expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo y la Galería de Arte Nacional, es miembro del Ejército Comunicacional de Liberación (ECL), colectivo que se autodefine como “una fuerza en formación y reformulación constante”, que actúa “en función de la promoción clara y efectiva de mensajes que contribuyan a procesos de transformación social y redistribución de la riqueza”, siendo sus líneas de acción fundamentales la agitación, la formación y la sustentabilidad[1]. En 2010 y 2011 el ECL organizó el Festival de Intervenciones Urbanas en La Pastora y San Agustín respectivamente, eventos donde se incluyeron murales, grafitis, esténciles, performances, foto proyecciones, sets de vjs y djs, arte sonoro e instalaciones.
Esa oscilación entre la institución arte y el mundo citadino también se advierte en el colectivo Los silenciadores, conformado en 2007 por un grupo de jóvenes artistas en respuesta al “encasillamiento de las obras […] en los museos y galerías” y con el “fin primordial de sacar el arte a la calle”[2]. Identificados con seudónimos, los integrantes de la agrupación no sólo dedican una parte importante de sus incursiones al grafiti, sino que también se han presentado en escenarios expositivos.
Las propuestas comentadas adoptan estrategias diferentes según las circunstancias, acoplándose a la crudeza y sordidez de los espacios exteriores o asumiendo modales más controlados cuando ingresan en los establecimientos artísticos. Esto implica el uso consciente de las herramientas creativas y una idea más o menos clara de quienes son sus destinatarios en cada caso, ubicándose entre la mirada indiferente del transeunte y la percepción contemplativa del espectador especializado.
IV
Sería sencillo decir que tanto el mercado como las promesas legitimadoras del museo lo corrompen todo y que el arte urbano se dejó seducir por los beneficios que esto rinde. Sin embargo, la cuestión de fondo no descansa sobre el lucro o la fama, sino que conduce al problema de la mayor o menor eficacia del llamado “arte público”, idea que –por cierto- deja abierta la posibilidad de que también hay un “arte no público”; es decir, un arte sin destinatario. En realidad, lo que sucede es que no todo lo que se hace en la calle funciona como “arte público”. Quizá las intervenciones de Banksy y de otros que realizan una actividad similar, nunca tuvieron una intención verdaderamente cívica, sino que emplearon estos espacios para conquistar la visibilidad y reforzar el ego de sus evasivos autores.
Otra manera de enfocar el asunto sería reconocer que quienes se han apoderado de los muros y fachadas de manera espontánea e inconsulta son quienes mejor han entendido que la esfera pública es un campo de simulacros cuya finalidad no es el consenso sino el control del mundo sensible. Una vez que se alcanza este propósito: ¿qué maleficio puede haber en pretender capitalizar de manera “efectiva” y simbólica, la hegemonía conquistada en la calle? ¿qué otro espacio sino el del arte puede hacer que una experiencia o producto anodino adquiera un aura de exclusividad y distinción?
La calle es ruidosa y competitiva. Nada allí es permanente, ni la publicidad, ni la propaganda ni los propios grafitis. Llega el momento en que todo se hace invisible, como si todo ese amasijo de imágenes y signos fuera incapaz de significar algo preciso. Así se pasa de la saturación visual a la vacuidad comunicativa y a la pérdida del sentido. El credo utópico del “arte público” se transforma entonces en un gesto mudo sin otro destino ni oportunidad que el que le brindan los recintos patrimoniales y los nichos artísticos donde ese tipo de prácticas obtienen la atención solicitada bajo un régimen perceptivo sujeto a las regulaciones estéticas. Cuando se confrontan las dos situaciones se hace más clara la diferencia que hay entre buscar al “público” en los sitios del arte y plantearse el arte como un asunto público.
Caracas, abril de 2013
[1] Cfr. www.behance.net/ecl2011
[2] Cfr. silenciadorescolectivo.blogspot.com
*Agradecemos a Felix Suazo por haber cedido este documento ® a nuestro sitio web
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