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Manet, Baudelaire y Tichý. Pictoricidad y fotograficidad. Por Bárbara Muñoz Porqué

I. Referencia inaugural: Hegel y el concepto de apariencia

La lectura que instala Friedrich Hegel en su reflexión sobre la pintura (2007) tiene como eje matriz el principio de la subjetividad, que implica la idea de interioridad y particularidad. El arte donde se acopla, en un mismo plano simbólico, el universo exterior y lo espiritual es la pintura. Esta articulación ocurre cuando la animación atraviesa y supera la mera presencia de los objetos para convertirse, así, en apariencia espiritual, en transfiguración de las figuras representadas. Entonces, surge por vez primera, en el siglo XIX, el imaginario de lo intangible dentro de la pintura, aquel elemento inasible presente en las obras maestras que relatan acontecimientos históricos, religiosos y escenifican la afección de los temas elevados.

La superficie del cuadro es el lugar donde se despliega la subjetividad del autor, extensión  destinada a ser contemplada por un espectador. La conciencia de un sujeto creador da origen, en consecuencia, a la noción de formas reflexivas y expresivas, cargadas éstas de un contenido particularmente sensible, sentimental, que parece estar suspendido en la materia pictórica, en sus signos vibrantes y entramados por la coloración. Los objetos son capturados desde la fugacidad del acontecer, se hallan imbricados con su para sí, es decir, ligados a su condición más intrínseca. Son moldeados, los objetos, por su propia transparencia interior. El objeto representado significa la concreción plástica y espiritual del alma en la figura.

La dialéctica hegeliana adquiere, pues, la forma de un discurso ramificado, del cual se van desprendiendo nuevas clasificaciones de conceptos en torno a la pintura y sus principios. Este modo de operar de la escritura amplifica gradualmente los sentidos del conflicto central, con lo cual el pensamiento analítico adquiere complejidad en el desarrollo de sus relaciones. Se concibe a la pintura como medio de exposición de una circunstancia dramática, de una escena sostenida por la alegoría y la sublimación. Dicha manifestación sucede en los límites del lienzo, lugar integrador de los planos donde se extiende el principio de la luz como propiedad de la naturaleza y la subjetividad. Este elemento físico, contrario a la materia pesada y objetiva, como ocurre en el caso de la escultura, deviene gradación del color, transición del tejido luminoso que aspira convertirse en vitalidad absoluta. La luz, material sensible de la pintura, se constituye por la distancia existente entre los objetos y los personajes, e involucra el tránsito entre claridad y oscuridad. A partir de Hegel se advierte, en definitiva, la configuración del soporte en cuanto exterioridad transfigurada por el ánimo, producido éste, a su vez, por la correspondencia entre situación y carácter.

Hegel divide los aspectos relevantes de la pintura en relación al contenido y al material sensible del cual está hecha. El contenido romántico lo constituye la figura externa, la extensión y la espiritualidad, y es la sustancia a partir de la cual se ejecuta la subjetividad del autor. El tratamiento artístico, por su lado, corresponde al modo en que están trabajados los elementos sensibles; se refiere a la gravedad de la acción representada, su profundidad y belleza ideal. Se vincula, también, a la representación del amor sin deseo; sostiene el filósofo que “sólo el amor religioso romántico tiene la expresión de la felicidad y de la libertad”. (Hegel, 2007: 597). Aquello que es sustraído por los sentidos, es transformado y humanizado por el arte en general. La dimensión sensible de la pintura la conforman distintos tipos de perspectivas que construyen la distancia, así como la carnación, es decir, el juego de combinaciones cromáticas del color de la carne, el más difícil de conseguir debido a la interpenetración y degradación de la luz.

Percibimos en este pensamiento crítico una meditación alrededor del soporte como instancia donde convergen elementos pictóricos, visibles e intangibles que se enlazan en una misma expresividad con el propósito de armonizar el diálogo entre autor, obra y espectador. El hacer-durar-lo-instantáneo hegeliano se aproxima al modo de capturar lo transitorio que tiene el arte contemporáneo, al vértigo predominante en la nueva ciudad habitada por el sujeto urbano; en resumen, éste enunciado establece alianzas con la posición que asume la modernidad frente al modo de concebir la escisión espacio-tiempo respecto a los relatos lineales de la tradición. En el tránsito que nos interesa recorrer en esta oportunidad desde Hegel hacia Manet, Baudelaire será la figura intermedia, y suerte de vaso comunicante, que nos permitirá establecer un contrapunto entre apariencia, imaginación y pictoricidad, instaurando como ejercicio metodológico la revisión de los contrastes conceptuales entre ellos y sus modos de reflexión sobre la imagen pictórica. Para prolongar el análisis, indagaremos en torno al nexo existente entre superficie pictórica y fotográfica, sus cruces y sus traspasos mediales.

 

II. Ciudad y percepción: espacio del sujeto moderno

Una breve referencia etimológica, planteada por Antoine Compagnon[1], nos ubica de inmediato en la idea de la modernidad como tradición de la negación del pasado. El sentido del vocablo modernus data del siglo V y significa lo que está presente. Un sentimiento de actualidad envuelve el cambio de paradigma y modulación del pensamiento que deviene conciencia del presente e influye tanto en el contexto social y cultural como en la producción de conocimiento. Dentro de este contexto, y en especial el artístico, la experiencia estética moderna estará vinculada a la sorpresa, a lo inesperado. El crítico literario señala que la primera crisis en pintura la funda Édouard Manet (1832-1883) al interesarse no por la temática, sino más bien por la técnica concreta de la pintura. Por otro lado, en el pintor se encuentran amalgamadas dos esferas yuxtapuestas, travestidas: la fusión entre lo ideal y lo real, lo mítico y la verdad, la cultura elitista y popular, todo lo cual produce, en palabras de Compagnon “el sentimiento de pastiche o de cuadro vivo, de parodia y de farsa”. (Compagnon, 1993: 30).[2]

Si ingresamos a la zona intermedia entre poesía y ciudad, encontramos claves que nos permiten comprender el mecanismo de operar propio de la modernidad. En primera instancia, la idea planteada por Pablo Oyarzún en su ensayo Irrealidad de París (2000) sobre la poética en Baudelaire y la tensión entre sujeto y naturaleza, poema y azar, nos ofrece un ángulo atractivo desde el cual observar la experiencia y la creación del lenguaje. La modernidad, afirma Oyarzún, es la época del sujeto, y por ende, la desaparición de la naturaleza, vale decir, su repliegue y anulación. La ciudad se abre, entonces, a múltiples sentidos de interpretación; incluye la experiencia de la soledad y la multitud. Esa multitud, dibujada en Música en las Tullerías (1862), fija el desplazamiento detenido de un colectivo que en la lejanía se esfuma en la velocidad de sus acciones y, paralelamente, se integra y disuelve en los trazos fugaces de sus contornos. El habitante de esta ciudad deambula, sin brújula en mano, hacia el encuentro que el espacio urbano le ofrece debido a sus transformaciones urbanísticas y sociales recientes. El bulevar, por ejemplo, es la novedad urbana más impactante experimentada por la ciudad en metamorfosis del siglo XIX porque inserta a sus habitantes en un mismo lugar donde circulan y se ven unos a otros. Esta referencia proviene de Marshall Berman, quien en un capítulo dedicado a la modernidad urbana en la poética de Baudelaire, roza aspectos de la historiografía sociológica y arquitectónica de París. (Berman, 1997: 149). Hagamos un paréntesis. Al revisar la historia de la pintura en el siglo XIX, notamos la recurrencia al bulevar como espacio en el cual los pintores impresionistas iban a dibujar, a observar el mundo circundante, a percibir otras sensaciones fuera del estudio.

 

El ferrocarril, Manet.1872-1873. National Gallery, Washington.

 

El filósofo estadounidense inicia dicho capítulo señalando cierta ligereza en el texto El pintor de la vida moderna de Baudelaire y su idea de la modernidad traducida en  apariencia de destellos, estilos y modas. Por un lado, subraya la posición del poeta al percibir uno de los rasgos fundamentales de la vida moderna: el estrecho vínculo entre el  hombre y la multitud. Berman, por otro lado, rescata la idea de lo gaseoso como emblema de la vida moderna y anuncia que esta sensación de lo volátil estará presente en todas las manifestaciones artísticas surgidas a finales del siglo XIX. Será justamente en este escenario público donde aparece el modelo de Manet, el cual deja de ser retratado en la armonía de la luz y la sombra del taller para ser visto en cualquier rincón del mundo externo, capturado de improviso, sin la rigurosidad de la pose a la que lo tenía acostumbrado la herencia de la técnica pictórica. El tratamiento de la figura humana, al salir al aire libre, es de una luminosidad plana en concordancia con los efectos de la claridad sin matiz ni gradación alguna. En El ferrocarril (1872-1873), se combinan elementos de orden espacial, temático y pictórico que configuran un discurso de planos en tensión incorporados en una misma situación. La escena parece ser el recorte de una visión más completa, una cita de la realidad cuyo encuadre enfoca tres momentos y cruces de miradas. De un lado, se halla la mujer que, en la palidez de su rostro inexpresivo, abandona su lectura y nos mira fijamente al tiempo que la niña, de espalda, observa lo que sucede al fondo: el tren que parte o llega, oculto en el humo, esa amplia mancha blanca que flota tras las rejas y mantiene su atención. Esta imagen se contrapone, pues, a la idea del cuadro como producto de la imaginación y la rememoración en Baudelaire, como fuente de creación a partir de la memoria subjetiva que exalta al sujeto y su circunstancia. A través del montaje de tres acciones, conviven en una misma superficie la idea del desarrollo industrial de la época.

La figura del paseante que observa silenciosamente se opone a la del pintor de asuntos eternos y religiosos, señalado por Baudelaire. Este artista es un hombre arrojado a la vida cotidiana en busca del asombro y el goce de las formas coloridas. Lo bello es definido como aquello que contiene lo eterno y lo circunstancial al mismo tiempo. Se trata, dice Baudelaire, de “extraer lo eterno de lo transitorio”. (Baudelaire, 1999: 361). Y lo transitorio no es más que la impresión actual de un hecho concreto. La modernidad es percibida por el poeta como un asunto excesivo y extraño donde la vitalidad de las cosas vivas y fugitivas predomina sobre la idea de espiritualidad artística. En referencia al maquillaje afirma: “todo lo que es noble y bello es el resultado de la razón y el cálculo”. (Baudelaire, 1999: 384), noción que apunta a la tensión entre opuestos, a la presencia simultánea del sentimiento y la racionalidad en el pensamiento crítico y estético del autor.

 

III.  Componer sobre la superficie sensible: el encuadre y la luz

En el texto que dedica Émile Zola al estudio de ciertas obras de Manet, sentencia que las obras de arte son simples hechos, y son hechos los que él analiza. (Zola, 1997: 36). El ensayo oscila entre nociones sobre crítica de arte y el funcionamiento de la luz blanca y difusa. Relaciona, brevemente, la simplicidad de las pinturas impresionistas con los grabados japoneses. A propósito de esta idea, Ernst Gombrich plantea que dicho programa pictórico tuvo el influjo del grabado japonés del siglo XIX, particularmente por la ruptura de ciertas reglas formalistas que condujo a cuestionar el dominio del conocimiento sobre la visión, ya que algunas escenas en estos grabados estaban cortadas abruptamente. El historiador austríaco mantiene abierta la siguiente interrogante, que de paso nos sirve para regresar a la obra de Manet y observarla desde otro ángulo; se pregunta lo siguiente: “¿Por qué motivo tenían que aparecer siempre en un cuadro las partes importantes de cada figura de una escena?”. (Gombrich, 1998: 526).

Una suerte de poética de la insignificancia atraviesa la pintura de Manet. Las normas pictóricas establecidas son renovadas a través del tratamiento preciso de la luminosidad extrema de la carne y del recorte de personajes sobre una composición de planos desmontados. Al respecto, Georges Bataille distingue una indiferencia, una atmósfera de apatía en Manet al rebajar la importancia del tema, destruyéndolo y utilizándolo como pretexto para exhibir la materialidad de la pintura. (Bataille, 2003: 75). Bajo esta dimensión notamos que, además de la segmentación de la situación obliterada y ausente, se presenta la variación de la figura aislada, por ejemplo, en el El Pífano (1866) y El torero muerto (1863), cuadros que provocan ecos directos con la estética de Velásquez y cuyo procedimiento consiste en ubicar a los personajes sobre un espacio sin profundidad, habitado por el vacío. Respecto a la luz y al encuadre, Zola y Mallarmé destacan lo siguiente: el primero, sostiene que los cuadros están elaborados en un grado de más claridad respecto a la realidad creada, estridencia debida a que su ojo “ve rubio y ve por masas”. (Zola, 1997: 37). Mallarmé, por su parte, agrega que su modo de encuadrar y componer la escena está circunscrita a límites imaginarios, como si se tratara del desborde hacia un más allá del cuadro, una extensión prolongada que se escapa del estatus físico de la obra donde las fronteras, lejos de ser rígidas, son flexibles.

 

El torero muerto, Manet. 1864-1865. National Gallery, Washington.

 

IV. Cruce de fronteras: pensatividad, pictoricidad y fotograficidad

A partir del concepto de pictoricidad, entendido éste como la mixtura de diversos regímenes de representación, como el entrecruzamiento de formatos en la obra, se configura una nueva conciencia del soporte en cuanto huella inscriptiva, traspaso y traducción de códigos. Se vincula, la pictoricidad, a los procedimientos incorporados en la imagen que remiten, por ejemplo, a la idea del collage como montaje de espacios y tiempos alejados, así como al intervalo entre mundo y obra, concebido como el espacio intermedio entre el referente original y el producto del artificio. Consideramos que en esta dimensión de la modernidad estética, iniciada con las reflexiones sobre el propio lenguaje, la concepción de Jacques Rancière sobre la pensatividad de la imagen fotográfica nos ofrece un marco teórico similar y cercano a Manet. Para el filósofo, la pensatividad es la “tensión entre varios modos de representación”. (Rancière, 2010: 112). Es un territorio de indeterminaciones entre lo intencional y lo no intencional, lo pasado y lo presente, el arte y el no-arte, etc, caracterizada por su oposición a la lógica de la acción que suspende todo tipo de clausura definitiva. La imagen se abre a sentidos varios y potencia el diálogo entre sujeto, autor y espectador. De allí, surge el pasaje, como señala Rancière, del régimen representativo al régimen estético de la presencia, el cual involucra un cambio de estatuto entre arte, acción e imagen, confiriendo, así, virtud pictórica a la fotografía.

Tichy

 

Por último, agrega Rancière que esta categoría enlaza dos operaciones, la que construye una forma pura y aquella que introduce un exceso de realidad al acontecimiento. En resumen, la pensatividad de la imagen “es el producto de ese nuevo estatuto de la figura que conjuga, sin homogeneizarlos, dos regímenes de expresión”. (Rancière, 2010: 119). Dentro de este ámbito sensible para comentar, donde se asoma por un costado el juego binario pintura-fotografía, aparece un pensador de la imagen que nos ofrece rastros para seguir explorando la obra de Manet desde otra disciplina. Se trata, pues, de proyectar esta constelación de ideas sobre lo fotográfico y descubrir el tránsito fluido entre estos lenguajes. François Soulages despliega el concepto de fotograficidad como aquello inacabable que posee posibilidades múltiples de expresión, y cuya operación más frecuente consiste en la fragmentación de la apariencia. “La insignificancia, apunta Soulages, es esencial a la acción fotográfica porque permite desbaratar el proyecto técnico y realístico”. (Soulages, 2010: 227). Aspecto que confiere libertad para deslindarse de los lugares y métodos revisitados y generar un desarreglo en la creación de visualidades, en sus usos y procedimientos.

A propósito de este tejido de conexiones entre códigos, la aparición de la fotografía inaugura un nuevo modelo de producción y reproducción de la imagen mecánica. Este suceso generó conflictos y debates entre los artistas y críticos de la época, quienes veían en ella una amenaza que intentaba suplantar a la pintura a través de la mera copia de la realidad. La fotografía, carente de imaginación creadora, debía tener la única función de servir al desarrollo de las ciencias y las artes, y no pretender ser un arte autónomo. Esta posición la asumen Baudelaire y François Aragó, quienes veían en la inmediatez fotográfica la crudeza de la operación de la imitación. Más adelante, los pintores advirtieron los alcances que el retrato podía cumplir, sobre todo como técnica al servicio de la burguesía urbana-emergente que veía realizado el ideal de contemplar su propia identidad. La fotografía, asimismo, intentaba imitar a los impresionistas al describir en sus encuadres las formas espontáneas de la naturaleza y la ciudad. En el siglo XX, Walter Benjamin reflexiona críticamente sobre la reproductibilidad técnica como una reducción de la obra, proceso mediante el cual desaparece el aura: aquel momento único e irrepetible que es capturado por el artista. Benjamin se pregunta “¿qué es propiamente el aura?, una trama especial de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que pueda encontrarse”. (Benjamin, 2005: 40). La técnica compone una doble realidad, significa contracción y produce encanto: “la técnica más exacta puede conferir a sus productos un valor mágico que una imagen pintada ya nunca tendrá para nosotros”. (2005: 26).

 

Miroslav Tichý

 

En este marco de ideas, el inconsciente fotográfico condensará algunos aspectos del programa pictórico fundado por la corriente impresionista en cuanto captación del instante y ruptura de ciertos patrones visuales. El trabajo de Miroslav Tichý, fotógrafo checo que se hizo conocido desde hace sólo un par de años, consiste en la conformación de un archivo de fotografías tomadas durante varias décadas en su pueblo natal, lugar donde se recluyó y vivió alejado del consumo de tecnologías y de los centros de poder cultural. En su juventud, considerado un disidente, estudia pintura, pero al asumir el poder el régimen comunista en su país, estos estudios se prohiben, entonces Tichý se aísla y se dedica a la fotografía. Su obra está compuesta por numerosos retratos a mujeres anónimas de su pueblo que registra en espacios comunitarios como piscinas, parques, calles. Sus imágenes están atravesadas por una sensualidad volátil de la carne, por una gramática del cuerpo femenino.

 

Miroslav Tichý

 

Estas figuras parecen provenir de un mundo fantasmal y onírico y son registradas en la inmovilidad y la velocidad del movimiento del sujeto. Conforman un amplio corpus de imágenes recortadas en planos imprevistos, capturadas en el transcurso de la vida cotidiana por este flâneur que recorre las calles en busca del azar para presionar el click. En Tichý hay una poética de la equivocación. El error es concebido como técnica selecta: la mancha luminosa, el desenfoque, el cuerpo de una mujer que se atraviesa delante del lente y cuya estela, llena de ruido, queda plasmada en el negativo. Sus temas son triviales porque no son más que personajes que nadie conoce en situaciones intrascendentes. El fotógrafo hace visible lo invisible e imperceptible, libera las formas de la realidad y fija su fugacidad a través de las cámaras artesanales que él mismo fabrica con lentes, ópticas, cartón, madera, y otros materiales que recupera de la basura. Circula en Tichý una apropiación profunda de la técnica artesanal y del tratamiento que hace de su pulsión temática. Podríamos afirmar que el relato de su inquieta ensoñación es de una transparencia inmediata, gracias a la premodernidad alojada en el uso de los dispositivos a través del los cuales observa el mundo.

Finalmente, la intención de vincular a Manet y Tichý es justamente porque entre ellos se desplazan intensidades afines acerca de la transgresión de ciertas categorías formales y, además, porque asumen el accidente o la novedad tecnológica —mancha del color, desenfoque, ruido, recorte— como recurso para poner en escena las formas y los contenidos de sus experiencias y universos estéticos —recorte, insignificancia, anonimato, yuxtaposición de planos—. Hemos detectado, en definitiva, los traspasos mediales en la superficie de la imagen —lienzo y negativo— como resultado de la contingencia y la crisis artística moderna.

 

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Bibliografía

Baudelaire, Charles. “El pintor de la vida moderna”, en Salones y otros escritos sobre arte. Int., notas y biografías de Guillermo Solana. Madrid. Visor, 1999.

Bataille, Georges. Manet tr. Juan Gregorio. Murcia. Institut Valencia d Art Modern, 2003.

Benjamin, Walter. Sobre la fotografía tr. José Muñoz Millanes. Madrid. Pretextos, 2005.

Berman, Marshall. “Baudelaire: el modernismo en la calle” en Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad [1982] 1era ed., español 1988, tr. Andrea Morales Vidal. México. Siglo XXI, 1997.

Compagnon, Antoine. “El prestigio de lo nuevo. Bernard de Chartres, Baudelaire, Manet”, en Las cinco paradojas de la modernidad tr. Julieta Fombona Zuloaga. Caracas. Monte Ávila, 1993.

Gombrich, Ernst. La historia del arte tr. Rafael Santos Torroella. Madrid. Debate, 1998.

Feist, Peter. El impresionismo en Francia. Madrid. Taschen, 2006.

Hegel, G.W.F. “Las artes románticas. La pintura”, en Lecciones sobre la estética tr. Alfredo Brotons Muñoz. Madrid. Akal, 2007.

Oyarzún, Pablo. “Irrealidad de París”, en Revista de Teoría del Arte, N° 2 (Santiago de Chile, Universidad de Chile, 2000).

Rancière, Jacques. “La imagen pensativa”, en El espectador emancipado tr. Ariel Dillon Bordes. Buenos Aires. Manantial, 2010.

Solana, Guillermo, ed. El impresionismo: la visión original. Antología de la crítica del arte (1867-1895). Madrid. Siruela, 1997.

Soulages, François. Estética de la fotografía. Buenos Aires. La marca, 2010.

Sobre Miroslav Tichý:

 

En línea:

<http://tichyocean.com> (17/01/2011).

 

Prensa:

Rizzi, Andrea. Los modelos de Tichý, “Reportaje: grandes reportajes”, en El País. (04/12/2005).

<http://www.elpais.com/articulo/portada/modelos/Tich/FD/elpeputec/20051204elpepspor_9/Tes>

 

Jarque, Fietta. “La cámara de Diógenes”, “Reportaje: arte-fotografía”, en El País. (29/02/2009).

<http://www.elpais.com/articulo/arte/camara/Diogenes/elpepuculbab/20090228elpbabart_3/Tes>

 

Muñoz Molina, Antonio. “Robinson fotógrafo”. “Ida y vuelta, Babelia”, en El País. (20/02/2010).

<http://www.elpais.com/articulo/portada/Robinson/fotografo/elpepuculbab/20100220elpbabpor_6/Tes>

 

Exposición: “Miroslav Tichý”. Centro Pompidou. 2008.


[1]. Antoine Compagnon plantea el lúdico vínculo entre tradición y traición, y describe la modernidad en Baudelaire como decadente y desesperante, ligada ésta a la imaginación, a la noción del instante, el movimiento y la memoria. Por otro lado, clasifica los rasgos de la modernidad a partir de la reflexión realizada por Baudelaire sobre Guys. Estos son: lo no acabado, lo fragmentario, la insignificancia, y la autonomía.

[2]. En el pasaje final del capítulo se hace referencia a la cultura popular como renovadora del arte, idea que nos remite al concepto de rebajamiento y desacralización de las figuras sublimadas y jerarquizadas del poder, sea de orden cultural, literario o político que hallamos en la teoría de Mijaíl Bajtín. En consecuencia, surge esa sensación de parodia que menciona Compagnon: la ironía construida en base a la unión de opuestos, fracturando de esta manera, el modelo tradicional de representación. Las particularidades de la pintura de Manet, con las excepciones que implica esta afirmación, vendrían a resultar una especie de equivalente del pensamiento bajtiniano en pintura en cuanto gesto que funda y niega, al mismo tiempo, la desafección de las formas y la transgresión de los valores.

 

 

Bárbara Muñoz Porqué (Maracaibo,1982)

Estudiante del Doctorado en Filosofía, mención Estética y Teoría del Arte en la Universidad de Chile. En la Pontificia Universidad Católica de Chile, cursó el diplomado en Fotografía Digital: Estética y Técnicas. Realizó el Máster en Antropología Visual en la Universitat de Barcelona y es licenciada en Letras por la Universidad del Zulia. Ha participado en congresos internacionales de literatura y arte y publicado en revistas especializadas.

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