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Aún sin título. Por Sandra Pinardi

(Re)escribir las dinámicas sociales, sus conquistas y fracturas, sus modos de articulación y sus disoluciones aparece, en la escena del arte contemporáneo, como una de sus principales búsquedas, uno de sus constantes esfuerzos. Con una mirada crítica, esta (re)escritura del cuerpo social implica una búsqueda en la que la comunidad –artista y espectador- se “encuentra” convocada a reflexionar y revaluar sus complejidades. Uno de los temas recurrentes es el de las expresiones de violencia que han adquirido, en el mundo contemporáneo, no sólo una fisonomía particular –se han transformado como fenómeno-, sino que además se ha extendido y radicalizado, adquiriendo por momentos una proximidad y un carácter espectacular impensable. Con respecto a la violencia, las obras se han dado a la tarea de operar como instancias reflexivas desde las que es posible visibilizar, señalar y cuestionar su presencia, atendiendo a diversas posiciones e interpretaciones. En la producción artística Latinoamericana esta tarea de enfrentar la violencia adquiere un carácter político inaplazable, ya que no sólo pone en evidencia las múltiples tipologías de su producción así como algunos de sus desplazamientos, sino que además intenta figurar y evidenciar su condición de instrumento para el ejercicio del poder, para el control.

 


 

Para Armando Ruiz, la violencia y sus efectos (muerte, temor, destrucción, desamparo) conforman una cercanía, una vecindad sin mediaciones, por ello, en su obra la violencia no es únicamente un tema o un problema, sino que es también el sustrato, el soporte, a partir del que este artista asume su (re)escritura del espacio social (de lo común). En efecto, sus obras son un testimonio de los malestares que cercan a la sociedad venezolana, a esta comunidad asediada que se encuentra en las fronteras de su propia disolución. Este cuerpo social, violado y violentado, que es nuestro país se inscribe, se graba, se imprime en estas obras alegóricamente, a saber, entramado en una figuración –en un modo del decir- capaz de dar imagen a lo aquello que por esencia no la tiene. Por ello, es una obra que se nos ofrece a la manera de un grito silencioso –sin estruendos o excesos-, pero que a pesar de su aparente pulcritud condensa la furia, y también el drama, que supone –y propone- una prolongada convivencia cotidiana con distintas formas de crueldad, de agresión, de atropellos. En su trato con la violencia, Armando Ruiz asume, sin disimulos ni rechazos, los elementos fundamentales en que esa violencia se manifiesta, sus iconos, sus encarnaciones: sangre, discursos de desencuentros, práctica manipuladoras, desvalorización de la vida y la existencia.

 


 
En la exposición Aún sin título, que se presenta en Carmen Araujo Arte, Armando Ruiz nos entrega algunas de estas alegorías en las que no sólo trasmuta su experiencia cotidiana, sino en las que además intenta encarnar –convertir en cuerpo- esta difícil convivencia que nos ha tocado como país, así como registrar sus inconsistencias y excesos. En tanto que testimonios de la violencia, todas estas obras operan como restos y rastros de situaciones inimaginables (que no pueden ser o hacerse imagen), por ello, tienen una declarada presencia “gráfica” –sea en papel o en video- que se imponen a la mirada como registros póstumos de una experiencia ya sida, inaccesible teórica y perceptivamente. Por ello, ese decir imposible se realiza asumiendo la sentencia como modo de expresión.

 


 

La sentencia es siempre también un juicio, una resolución, una enseñanza. Por ello, a decir de Emmanuel Levinas, la frase No matarás es el mandato ético que concentra lo propiamente humano, es aquel principio que hace posible postergar la aparición, en el mundo y entre los hombres, de ese “momento de inhumanidad” en el que la vida –la existencia- se hace insignificante. Armando Ruiz retoma esa sentencia para hacer evidente cómo asistimos a su pérdida, a su disolución, y lo hace re-presentándola explícitamente. La sangre congelada con la que “escribe” tipográficamente la sentencia se va derritiendo ante nuestros ojos, deformándose hasta convertirse en un charco, en una ciénaga de fluido corporal. No sólo la sentencia –con sus connotaciones éticas- se fuga lentamente, sino que ese “sangramiento” en el que el cuerpo se convierte en una mancha informe y oscura, pareciera aludir también a cómo, ante la violencia, se desfigura la presencia de lo humano, en uno y en otro, entre todos y para todos, y lo que resta es un lugar informe.

Y las sentencias, esos condensados periodos gramaticales capaces de informar lo inimaginable, las encontramos en diversas obras. Los Jabones de la patria, son pequeños textos en los que las palabras, enlazadas íntimamente, describen los “ingredientes” que traman nuestro cuerpo social: atropello, odio, injusticia, desidia, miedo, caos, rencor, ceguera… En ellos, los colores brillantes, así como la precisión de la tipografía, contrastan con la “patria” desarticulada que alegorizan, para la que sin embargo el jabón puede indicarnos otra vía de reflexión. Esa patria entramada en odios y miedos, cercada por la violencia, podría asemejarse a un “campo de concentración” (a un experimento biopolítico, diría Agamben) en el que los cuerpos se hacen cifras, la existencia es capturada, y por ello habitamos como exiliados. A esta misma experiencia incomprensible pertenece su obra perteneciente a la serie El rebusque: un armazón de colchón cubierto por una impresión que alude al hábitat indigente, de miseria y carestía, en el que se han transformado nuestros espacios. En efecto, es el lugar más propio, la cama –la habitación-, la que se ha alterado apareciendo como un despojo, como un desecho.

Cierra la exposición una sentencia que, de alguna manera, condensa la (re)escritura que Armando Ruiz hace de Venezuela. Plastilina tricolor es un video en el que, después de una prolongada manipulación –que incluye golpes y quiebres-, tres bloques de plastilina con los colores de la bandera se confunden entre sí, produciendo unos cilindros indeterminados que, a medio camino entre el barro y el excremento, simbolizan el proceso político contemporáneo como el ejercicio trágico de un poder que devora. Por ello, Aún sin título es el mejor nombre para esta exposición que alude a esa experiencia cotidiana que nos engulle, a esa violencia que nos cerca, y que por su condición desmesurada carece, por esencia, de palabra, de nombre.

 

Sandra Pinardi

Junio 2015

 

Texto de sala de la exposición AÚN SIN TÍTULO de Armando Ruiz en Carmen Araujo Arte

Fuente: Oriana Hernández

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