Por Carlos Egaña
Si hubo algo que los jesuitas comprendieron luego del Concilio de Trento, fue la importancia de la imagen. En las postrimerías de la Edad Media, en plena conquista y evangelización de América, los seguidores de Ignacio de Loyola hicieron del barroco un medio para contrarrestar el protestantismo y universalizar la Iglesia Católica. Los personajes de Jusepe de Ribera, demacrados ante un fondo oscuro; las caras de tragedia y la violencia en las obras de Rubens, resonaron con el espíritu de una Europa en crisis de fe y una América joven, llena de sangre y curiosidad. Así, indígenas y mestizos en el Virreinato de Perú se apropiaron de una estética religiosa. Así, el arte se volvió una alternativa a la espada y el escudo.
Las millones de imágenes que nos bombardean en Facebook, la tele y las vallas publicitarias demuestran que los misioneros de los ss. xvi, xvii y xviii tuvieron razón. Después de todo, mucho de nuestro entendimiento del mundo, de nuestra aprobación de las cosas, parte de lo que vemos en los medios. Es una lástima, entonces, que en pleno reino de lo visual, de la técnica alguna-vez-católica vuelta dominable-por-todos, una herencia jesuita como la Universidad Católica Andrés Bello nos dé algo tan patético como el mural que Oscar Olivares acaba de presentar en su campus.
Comencemos esta crítica con el formato de la obra: el mural. Si repuntamos a dos casos latinoamericanos por excelencia, Diego Rivera y Pedro Centeno Vallenilla, la intención de estas piezas es clara: delimitar y difundir una identidad, usualmente nacional. Tanto en El hombre controlador del universo como en Venezuela recibiendo los símbolos del Escudo Nacional, estamos ante una narrativa compuesta por personajes embellecidos, idealizados, símbolos de un futuro maravilloso: en el primer caso, de la utopía comunista, en el segundo, del Nuevo Ideal Nacional. Podríamos rescatar a Nietzsche y tildar el muralismo, al menos en América Latina, como apolíneo. La proporción y la simetría son fundamentales en la composición de estas pinturas; el orden de adónde vamos, su foco.
Pero también podríamos rescatar a Rancière y tildar el muralismo de policial. Las piezas que mencionamos no son políticas en tanto no se enfrentan a un statu quo y proponen otro modo de vivir. Más bien, disponen una distribución del cosmos de tal manera que cierto poder pueda ejercerse de cierta forma. Como arte oficial, los murales educan o adoctrinan a una comunidad respecto del deber ser. Lo que queda fuera del cuadro queda fuera del proyecto político, o al menos no es prioridad para quien promueve su contenido.
Vayamos, pues, a lo representado en la pieza de Olivares. Destaquemos de primero el fondo: el Salto Ángel, el Ávila, el Pico Bolívar. Entiendo lo sublime que son estas montañas, ¿pero qué pasó con la ciudad? Creo que ensalzar tanto estas figuras parten de un desprecio de nuestro esfuerzo, de nuestras construcciones, de las posibilidades del hombre: El Ávila siempre ha estado allí, antes que Venezuela tuviera nombre. Si Caracas es fruto de nuestro intercambio, si es en la ciudad donde mejor se filosofa (Sócratex dixit) y por ende, donde abunda el conocimiento, ¿por qué hacer del background de la educación un entorno que no ha parido la palabra, que no ha parido la razón? ¿Acaso estas no cuentan cuando la naturaleza es empequeñecedora?
El mínimo destello de urbanidad que aparece en el mural, son unos ranchitos a la izquierda y a la derecha. Es cierto que la justicia social es un pilar fundamental para la Compañía de Jesús; pero entre tantos rostros sonrientes, no se problematizan los techos de zinc. Al contrario, se asumen como normalidad, se celebran como definitorio de lo venezolano. La presencia del Parque Social Manuel Aguirre, institución dedicada a solventar problemas de las comunidades adyacentes de la Católica, en la colmena del medio resulta entonces escabrosa. (Ni hablar de su reducción a un tristísimo cubo gris en la obra.)
Entre los personajes que aparecen dentro de las colmenas ucabistas, contamos uno señores leyéndole un libro a una niña, un tipo sujetando una arepa, un basquetbolista, un beisbolista, un pana con la gorra de Capriles, un indígena, un llanero, un pana frente a una laptop, un cura, un miembro de PAUCAB, un estudiante del San Ignacio, una graduanda, una chama con la franela del equipo de futbol español, tres personas con franelas de la Vinotinto, una justicia ciega, la imagen de Harina PAN, Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Andrés Bello. La distribución es completamente azarosa, los tamaños de las figuras son disímiles. En la obra de Olivares, Venezuela es un remolino de gente que se sobrepone, que no cabe junta, que apenas liga los hijos de inmigrantes al fútbol, que no tiene suficiente variedad para que el color vino no se repita. Más que pertinente la mujer enceguecida por la bandera: el futuro es un menjurje inaprehensible, un híbrido de clichés sobre la venezolanidad que los partidos políticos y las campañas de turismo han prostituido por años.
Hablando de partidos, de bandos políticos: ¿qué hacemos con los caballos en las colmenas izquierda y derecha? El único símbolo nacional donde los hemos visto, es en las versiones del siglo pasado y de este del Escudo Nacional. ¿Acaso Olivares propone un encuentro entre una visión puntofijista y una chavista del país? Si es así, ¿no deberían las figuras formar una narrativa que implique un encuentro, una convivencia con unas normas básicas, y no una alegría desenfrenada y superpuesta a una guacamaya de pico corto y una Constitución que quedó muy pequeña para el título?
El uso de la caricatura como medio de representación también me perturba muchísimo. Rayma, Edo, Weil, son iustradores que exageran situaciones o formas para ridiculizar o denunciar. Como muestran tantos diarios en el globo, la caricatura es el vehículo ideal de la parodia en el mundo de la imagen. Aquí el medio pierde sentido: las representaciones se tornan comiquitas sin trama, mero dibujo, pareciera que no son desarrolladas con talento para que quepan más en el cuadro. En contraste con los hombres serios e ideales de Rivera y Centeno Vallenilla, Olivares ha embrutecido la figura hasta borrar la diáspora, la inseguridad, incluso la esperanza de un mundo nuevo.
Sé que los Conductores de Venezuela de Pedro León Zapata son bastante caricaturescos. Pero Zapata era un artista inteligente, e hizo la intención de sus baldosas bastante explícita. Entre tantos conductores, representativos de una Caracas en vía de modernización, se exageran los rasgos faciales de Teresa de la Parra, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. El conocimiento queda como camino a las grandes obras literarias, la liberación de un país o el diseño de un programa educativo experimental. Zapata no dispuso sus figuras en un espacio cerrado y delimitado dentro del soporte de la obra; no es el caso de la sala inmensa en Venezuela recibiendo los símbolos o en las colmenas de Olivares. Así, el tachirense se da el lujo de presentar un orden en proceso de cambio, la universidad como fundamento del desarrollo.
“La libertad es sin duda el tema de la universidad,” reza una cita de Andrés Bello en el mural de Olivares. Si es así, deberíamos apuntar a los pensadores del país que han previsto una Venezuela sin obstáculos, a los alumnos que se han sacrificado por ella (¿dónde está, por cierto, la mano del Movimiento Estudiantil?). En cambio, nos vemos ante un pastiche de estereotipos y fotos de Instagram: el Ávila en la tarde, el estudiante clase media que sube al barrio, la devoción de amor por la nación. Nos vemos, quiero decir, ante los elementos más banales que marcan nuestra contemporaneidad. Aquí no hay libertad, hay muñecos que prefieren sonreír antes que llorar. Aquí la Universidad Jesuita ha fallado.
Carlos Egaña, 2017
Carlos Egaña nació en Caracas, en noviembre de 1995. Estudia séptimo semestre de Letras en la Universidad Católica Andrés Bello. Autor del poemario Los Palos Grandes (dcir ediciones, 2017). Escribe regularmente en Prodavinci y en Verbigracia, suplemento cultural de El Universal. Un cuento suyo sobre Rolando Peña, Bajo tierra, fuera de vista, ganó la mención honorífica en el I Premio Anual de Cuento Salvador Garmendia (2016).”
Todas las imágenes son de Carlos Egaña.