Por Manuel Vásquez-Ortega
(Texto seleccionado para el Dossier “Visualidad, utopías y distopías, antes y después del Covid-19” de Artefacto Visual, Revista de Estudios Visuales Latinoamericanos)
I- Espejos deformantes
Para dar sentido a una idea de procesos secuenciales y consecutivos, la narración histórica hace necesaria en su estructura la presencia de crisis y catástrofes como espejos deformantes, reflejos definitorios de las vicisitudes humanas que, a través de concavidades y convexidades nos ayudan a mantener una percepción del antes y el después, del ayer y del mañana, mientras conservan en vilo “nuestra cada vez más atrofiada, precaria, vacilante y lábil conciencia de continuidad” (Toro Acosta, 2004). De esta forma, pestes, pandemias y otras tragedias configuran la silueta del relato histórico ‘universal’, en el que, tras ser superadas las calamidades –e incluso durante su transcurso– se originan momentos recesivos de cavilación sobre la existencia propia del hombre y su comunidad, pero sobre todo, de su posición como grupo frente a la incertidumbre del futuro.
Así, en la aparente pausa de su coyuntura, la historia vuelve a nosotros convertida en imagen dialéctica, no en sentido de ejemplo ilustrativo en el que el pasado ilumina el presente o el presente iluminará el futuro, sino como “cristal del tiempo, la forma construida y resplandeciente a la vez, de un choque fulgurante donde el otrora (…) encuentra el ahora en un relámpago para formar una constelación” (Didi-Huberman, 2011). Vínculo astral entendido como conjunto interrelacionado, que permitirá establecer referencias entre algo más que la linealidad cronológica existente entre pasado o presente, sino la posibilidad de crear imágenes de indudable lucidez crítica, pues “producir una imagen dialéctica es hacer un llamado al otrora, es aceptar el choque de la memoria que rechaza someterse o ‘volver’ al pasado” (ídem).
En cuanto al porvenir, la pandemia mundial desatada por el COVID-19 en pleno 2020 ha traído consigo revisiones e inventarios de los miedos modernos y el análisis de sus imaginarios apocalípticos; imágenes que demuestran que ante la inminencia de la desgracia, es difícil pero natural concebir un destino direccionado a la utopía, a “los vanos sueños de perfección (…) o a los esfuerzos racionales por reinventar el entorno del hombre y su propia naturaleza imperfecta, con el fin de enriquecer las posibilidades de su vida en comunidad” (Mumford, 2013). No obstante, encontraremos en los espacios de crisis como el actual, un momento propicio para reflexionar sobre estos lugares del pensamiento, idilios que como humanidad nos conforman, basados en las imágenes dialécticas que sus tiempos nos arrojan.
II- Encrucijadas de la utopía
A lo largo de la historia, muchos desencantos colectivos han sido enfrentados con la utopía como promesa de un mejor lugar, por lo general, a través de dos caminos: dejar atrás lo logrado para perseguir un nuevo objetivo, o reformar desde los cimientos el lugar en el que se habita. Lewis Mumford denominará a los lugares de esta encrucijada como utopías de escape (como el Renacimiento) y por otra parte, utopías de reconstrucción (como la Modernidad). Siguiendo esta última, la instauración de la razón moderna iniciada en el Siglo XVIII, se fundamenta en desilusiones acumuladas tras siglos de creencias y supersticiones, mientras anuncia la completa restauración de lo existente en todos sus ámbitos.
Por su parte, para reconstruir desde el raciocinio, la modernidad desarraiga a los individuos de todo tipo de nexos religiosos, afectivos y telúricos; separación explicada por Marc Augé a través de tres características fundamentales: por una parte, la desaparición de los mitos de origen y de todos los sistemas de creencia que buscan el sentido del presente de la sociedad en su pasado; por otra, la desaparición de todas las representaciones que hacían depender la existencia e incluso la definición del individuo de su entorno; y como última, la ruptura de los lazos supersticiosos con los dioses, con el terruño y con la familia (Augé, 2012).
Bajo estos preceptos, el hombre moderno será entendido como ente autónomo dominado por el conocimiento, libre de ataduras de toda fe o credo. Sin embargo no será por mucho, pues luego de algunos años, como humanidad nos encontraremos ante un nuevo desencanto: el de los principios generales, uniformes, esenciales acuñados por el revolucionario Siglo de las Luces. En este episodio, la victoria de la Razón o el ‘derretimiento de los sólidos’ –proclamado de nuevo y radicalmente en el siglo XX– ha quedado atrás para dejarnos un hálito de su breve gloria, para en definitiva poder afirmar que “vivimos del perfume del jarrón roto: la ya quizás vaga y remota fragancia de la modernidad apenas afecta nuestra pituitaria” (Toro Acosta, 2004).
En la actualidad, los dogmas modernos han sido derribados o han caído por su propia cuenta. La igualdad, la economía de mercado y la perfección son vistos como ideales cuya búsqueda se impulsa a la vez que se derrota. Mientras tanto, los ‘sólidos’ que hoy se derriten “son los vínculos entre las elecciones individuales y (…) las acciones colectivas” (Bauman, 2000).
En dicha disolución de la frágil noción de comunidad desarrollada en el ahora, una pandemia hace presencia para deformar –aún más– la breve continuidad de un siglo lleno de conflictos, en el que el temor a contagiarse de otros se impone como una nueva forma de restringir libertades, pero también como una excusa propicia para señalar y segregar, bajo nuevas terminologías como el Distanciamiento Social y otras más antiguas como la cuarentena y el aislamiento.
Ante este panorama, las relaciones humanas se encuentran en una dificultad aún mayor: no solo recuperar la idea de comunidad desdeñada por la modernidad, sino superar los prejuicios creados en un ambiente en el que todo ser ajeno al propio es una amenaza y en el que cualquier contacto físico implica la exposición al riesgo. ¿Cómo habitaremos de nuevo las ciudades y sus lugares? ¿Cómo volveremos a respirar el mismo aire, sin necesidad de sentir peligro?
Lejos estamos hoy de la utopía, distancia que aumenta en territorios como Latinoamérica, donde las tradiciones terrenales aún no se han ido y la modernidad proyectada no acaba de llegar. Ante esta situación, abordar los dilemas y traspiés de un proyecto utópico se convierte en asunto político, en sentido de poder reconfigurar las formas de dividir el tiempo y de poblar un espacio con sujetos y objetos nuevos; pero, ¿vale la pena continuar la persecución de un ideal errático, colmado de faltas demostradas? Tras superar la pandemia y estar ante la encrucijada de la utopía, ¿nos desplazaremos a un lugar nuevo o reconstruiremos lo existente? En cualquiera de los casos, ¿qué herramientas tenemos para enfrentar la utopía como situación a resolver?
III El arte posutópico
Entre posibles estrategias más allá de la crítica, encontraremos la presencia del arte posutópico, aquel que ante la utopía denunciada “opone las formas modestas de una micro-política” (Rancière, 2005); formas basadas en reconstruir espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio común. Diversas pueden ser las manifestaciones de estas micro-políticas y muchas las formas de ejecutarlas, entre ellas el arte participativo, el arte público o las acciones colaborativas, entre otros términos familiares, vistos por mucho tiempo como expresiones no convencionales derivadas del arte conceptual.
Por su parte, cercano al origen de estas clasificaciones, en la décadas de los 70 el artista venezolano Diego Barboza (Maracaibo, 1945 – Caracas, 2003) da inicio a sus reconocidas Acciones Poéticas, una serie de ‘acontecimientos de arte de calle’ en los que crea micro-situaciones efímeras que requieren “un desplazamiento de la percepción, un cambio de estatuto de espectador por el de actor (y) una reconfiguración de los lugares” (ibíd.). Así, en acciones como El ciempiés (Londres, 1971) o La caja del Cachicamo (Caracas/Yaracuy, 1974) Barboza plantea situaciones lúdicas y colectivas en contextos urbanos. Un juego, fiesta o celebración en la que se manifiesta la esencia de la civilidad, aquella “capacidad de interactuar con extraños sin atacarlos por eso y sin presionarlos para que dejen de serlo” (Bauman, 2000).
De esta manera, en El Ciempiés, individuos son cubiertos por “una especie de serpiente humana (…) articulada por una larga tira de tela y sostenida sobre las cabezas de los participantes que recorrían el espacio alegremente y en fila” (Rodríguez, 2017). Estrategia similar replicada en La Caja del Cachicamo, en la que un par de franjas (el cachicamo) unidas a un cuerpo prismático (la caja) son manipulados por los espectadores en una coreografía espontánea y colaborativa que rememora danzas tradicionales venezolanas como el Sebucán o la Culebra de Ipure. Así, el aura tradicional de la obra habla de una presencia contradictoria, pero fundamental, en las manifestaciones modernas del arte latinoamericano: el arraigo “como comprensión en términos de apropiación y de proposición de imágenes y signos oriundos” (Pinardi, 2000). Términos en los que lo popular y lo cotidiano conforman un híbrido en los conceptualismos de Barboza, a través de obras que hablan de una forma de vida sincrética, de mezclas y relaciones, “de cosas que se encuentran aun cuando provienen de mundos y situaciones diversas” (ibíd.).
Entendidas como juegos, las Acciones Poéticas de Diego Barboza no tienen un fin más que el desarrollo de ellas mismas, por ende, no se proponen adquirir ningún poder efectivo sobre las personas. De esta manera, suspenden “el poder de la forma sobre la materia y de la inteligencia sobre la sensibilidad” (Rancière, 2005), bajo la premisa de que el hombre solo es humano cuando juega con otros, en un acto de pausa momentánea del poder cognitivo por el puro hecho del disfrute. Así, éstos fundan una comunidad nueva, “porque son la refutación sensible de esta oposición entre la forma inteligente y la materia sensible que constituye en definitiva la diferencia entre dos humanidades” (ibíd.), en la que la libertad del juego se opone determinadamente a la servidumbre de lo impuesto.
Como forma de experiencia autónoma, el arte posutópico tendrá una relación ineludible con la división política de lo sensible, pero vale la pena destacar que la autonomía estética no es esa autonomía del ‘hacer’ artístico que la modernidad ha oficiado: “Se trata de la autonomía de una forma de experiencia sensible. Y es esta experiencia la que constituye el germen de una nueva humanidad, de una nueva forma individual y colectiva de vida” (Rancière, 2005). No existirá entonces conflicto entre la pureza moderna del arte y su politización, sino que en función de su pureza, la materialidad del arte se propone como materialidad anticipada de una configuración distinta de la comunidad.
Como ejemplo de este planteamiento, encontramos el Divisor (1968) de Lygia Pape (Río de Janeiro, 1927 – 2004), una acción colectiva que –nuevamente– requiere de la interacción con el espectador para su activación significativa, en la que el cuerpo no solo es un elemento más en su estructura, sino la estructura en sí misma. Repetida en distintas ocasiones, Divisor se plantea como una obra clara para hablar del lugar atemporal de la posutopía en el arte contemporáneo. Pues, en medio del desencanto de la modernidad acarreado por la segunda mitad del siglo XX y la ya mencionada desaparición del nexo entre el individuo y su entorno, la artista brasileña plantea una situación micro-política que brinda un escenario y un objetivo común a una serie de individuos: coordinar como grupo el movimiento de una extensa superficie blanca en la que los participantes tienden a crear o recrear lazos entre ellos, mientras producen nuevos modos de confrontación y participación en un territorio compartido.
IV Lugar, estar y ser
En el proceso de ocupación de este territorio, la idea de lugar toma presencia como una reconstrucción simbólica, imaginaria e intelectual del espacio físico habitado cotidianamente, siendo el lugar –según Sandra Pinardi– un concepto presente en las manifestaciones artísticas de la modernidad a través de dos formas: el lugar en que se está, y el lugar en que se es.
El lugar en que se está, será aquel lugar entendido como habitáculo, como hogar, sitio de confort y protección. De cualidades cambiantes, se adecúa a las necesidades de quienes lo viven como espacios elegidos para la construcción y la realización de sus proyectos. A través del tiempo, el lugar en que se está ha sido objeto de estudio y experimentación continua de las utopías y sus respectivas expresiones arquitectónicas: la ciudad ideal, la edificación del Paraíso en la Tierra, la morada perfecta, etc. Entre estos ejercicios, encontramos casos como los proyectos educativos llevados a cabo por el venezolano Miguel Braceli (Valencia, 1983) en los que la arquitectura abandona su rigor moderno para extenderse y penetrar en los espacios indefinibles de lo que Luis Camnitzer denominará ‘ni arte, ni educación’, un paréntesis ambiguo que busca “la liberación de los individuos de tal forma que, dentro de su individualidad, se puedan definir como una unidad pensante y sensible, pero dentro del contexto del bien colectivo” (Camnitzer, 2017).
En este proceso de liberación, la utopía se convierte en objetivo, caso del proyecto Casas para volar (2018) donde, a partir de composiciones y experimentaciones individuales, los jóvenes estudiantes de arquitectura dirigidos por Braceli dan forma y silueta a ‘casas’ cuyo interior se compone de aire, vacío con conciencia de límites, materializados en películas plásticas que toman corporeidad según sea la dirección de la corriente de viento. En estos, los problemas de diseño implícitos en la estructura coexisten con la poética de las formas abstractas en movimiento y los paisajes constructivos de la Ciudad Universitaria de Caracas, diálogo entre lugares utópicos por construir y lugares utópicos construidos.
Por otra parte, el aire en la obra de Braceli se encuentra también en el lugar en que se es, aquel que se apropia “de los elementos que definen a la imagen visual como corporalidad” (Pinardi, 2000). En estos lugares, la presencia excesiva y vasta de materia y forma prevalece sobre cualquier otro aspecto. Encontramos así en Habitar el aire del cuerpo (2018) una obra participativa “capaz de potenciar las relaciones entre el accionar individual y colectivo para producir espacios vivos” (Braceli, 2018), en los que la intangibilidad del aliento se vuelve palpable a través de ductos sintéticos, en cuyos extremos la acción individual –y generalmente desapercibida– de exhalar se convierte en el origen de la imagen efímera y arquitectural, aquella que materializa el vínculo invisible y cotidiano, pero íntimo y vital de compartir el aire que se respira, entrelazado y unido de manera manifiesta en la obra de Braceli.
En ambos casos, el lugar no funciona como un ámbito ni necesariamente como un espacio imaginario (irreal, imposible, inexistente), por el contrario, el lugar en los planteamientos de Miguel Braceli funge como testimonio habitado de la utopía posible, pues recordemos que, como en la modernidad misma, siempre se ha llegado primero al lugar deseado gracias a la imaginación.
V La paradoja de la Comunidad
Luego de pensada la utopía, podremos dejar atrás un pasado sin sentido para optar por aquél futuro imaginado, porvenir que se vale del otrora para intentar no equivocarnos otra vez. Así, en una actualidad de humanidades distanciadas física y socialmente, se apunta a ‘la comunidad’ como lugar a reconstruir. Camino utópico en el que obras como las citadas de Diego Barboza, Lygia Pape y Miguel Braceli servirán como imágenes dialécticas en la búsqueda de la civilidad dejada en el otrora, imágenes que nos permitirán entender que, ver al pasado es algo más que pretender repetir sus logros.
Sin embargo, al advertir a través del cristal del tiempo, tropezaremos con una poco alentadora paradoja: la comunidad que tenemos no será nunca la comunidad que soñamos, y la comunidad que soñamos no será nunca como la que tendremos. ‘Comunidad’ es la seguridad de contar con otros, pero a la vez de depender de ellos, saberse en la tranquilidad de pertenecer a algo, pero posiblemente no poder experimentar más allá de sus fronteras. En definitiva, comunidad “es un paraíso que no habitamos, ni el paraíso que conocemos a través de nuestra propia experiencia. Quizá sea un paraíso precisamente por esas razones” (Bauman, 2006). Y así, en el mismo dilema entre el individuo moderno y su relación con el tiempo y el entorno se encuentra el límite entre la utopía comunitaria y su antónimo absoluto: mientras perder la comunidad significa perder la seguridad, ganar la comunidad podría implicar perder la libertad.
Finalmente, en un ahora de libertades restringidas y una noción de comunidad en vilo, respirar el mismo aire que otros se convierte entonces en metáfora de nuestros deseos y miedos más humanos: habitar juntos y temernos entre sí, pues, siendo humanos no podemos ni cumplir la esperanza, ni mucho menos dejar de esperarla.
Referencias:
AUGÉ, Marc. Futuro. Adriana Hidalgo editora: Buenos Aires, 2012.
BAUMAN, Zygmunt. Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Siglo XXI Editores: España, 2006.
BAUMAN, Zygmunt. Modernidad Líquida. Fondo de Cultura Económica: Argentina, 2000.
BRACELI, Miguel. “Breathless”, en: miguelbraceli.com. Disponible en: https://www.miguelbraceli.com/post/2018/03/14/habitar-el-aire-del-cuerpo (Consultado en línea: 12/05/20)
CAMNITZER, Luis. “Ni arte ni educación”, en: VV.AA. Ni arte, ni Educación. Los Libros de la Catarata: Madrid, 2017, pp. 19-27.
DIDI-HUBERMAN, Georges. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo editora: Buenos Aires, 2011.
MUMFORD, Lewis. Historia de las utopías. Pepitas de calabaza ed.: La Rioja, España, 2013.
PINARDI, Sandra. “Ámbitos de la Plástica: entre el lugar y la enunciación”, en: VV.AA. Venezuela Siglo XX. Visiones y Testimonios. Fundación Empresas Polar: Caracas, 2000, pp. 49-77.
RANCIÈRE, Jacques. Sobre políticas estéticas. Museo de Arte Contemporáneo, Universidad Autónoma de Barcelona: Barcelona, 2005.
RODRÍGUEZ, Abeley. “El arte según Diego Barboza: Fiesta, irrupción del cotidiano a través de la nostalgia”, en: INDEX #03, 2017, PP. 106-113.
TORO ACOSTA, José Hernán. “El collage posmoderno”, en: Guasch, Anna María. Arte y Globalización. Universidad Nacional de Colombia: Bogotá, 2004, pp. 6-11.