Eduardo Kairuz siempre se me ha semejado a un camaleón, una suerte de Zelig1 que zigzaguea a través de la arquitectura, el urbanismo, el arte, los nuevos medios, el cine y la música, no simplemente recreando las mismas preguntas en diferentes modos, sino repensando y rehaciendo esas preguntas desde las ideas y herramientas específicas de esas disciplinas.
En Variaciones, Kairuz se plantea el cuestionamiento de los mecanismos de la gubernamentalidad desde el desmantelamiento de la ejecución física y virtuosa de la música. Así, el interés permanente que Kairuz tiene sobre las diferentes formas de control autoritario, se desplaza hacia la cosmología regulada de la música académica, desde la que desarrolla una suerte de taxonomía gestual.
Aceptando la definición de música de Edgard Varèse como “sonido organizado”,2 encontramos en su rubro clásico el ejemplo ideal de un cuerpo gubernamental—uno cuyo sistema está siempre presente incluso en la más radical de sus transformaciones. A partir de allí, Variaciones plantea la subversión de este sistema a través de una serie de procesos atrincherados que Kairuz trae a primer plano.
La obsesión con un marco estructural que se adhiere estrictamente a un conjunto de procedimientos destinados a la apertura más que al cierre, sitúa a Variaciones en relación directa a las prácticas desarrolladas por el movimiento Fluxus, así como a las de cineastas tales como Lars von Trier.3 Por ejemplo, la muestra nos recuerda no sólo del espacio vasto y vacío proporcionado por la composición de John Cage 4’33”, sino además de la estructura organizativa del tiempo que rigurosamente segmenta cada uno de sus tres movimiento en treinta segundos, veintitrés segundos, y un minuto con cuarenta segundos (condición que otorga el tiempo y el espacio suficiente para que se produzca el evento sónico aleatorio).4
Así, las tres instalaciones que forman parte de Variaciones pueden ser entendidas como un tríptico cuyas similitudes proporcionan un campo de consistencia desde el cual bifurcarse. Los tres sujetos que las protagonizan—músicos reconocidos provenientes de distintas épocas—son afamados tanto por su excepcional talento como por la pasión de sus presentaciones en vivo. Sin embargo, Kairuz somete a una minuciosa selección de sus presentaciones a una serie de interrupciones (repetición, ralentización, disección, etc.) con el fin de proponer líneas de vuelo alternativas.5 A través de estas interferencias, son las fallas, las interrupciones y las colisiones disonantes las que generan nuevas respuestas a estas reconocidas imágenes en movimiento.
La imagen es duplicada en Doble Discurso, luego triplicada en Cadencia, y por último multiplicada en Delirium (Estudios sobre la Embriaguez #1, María). La velocidad cambia de marcha desde las mínimas transformaciones de Doble Discurso, hasta la languidez dilatada de Delirium. Los cuerpos son mutilados para mostrar sólo las partes necesarias: el torso del director, la parte superior del cuerpo de la violoncelista, la garganta y la cabeza de la cantante. Lo que queda es un conjunto de gestos mudos—de variaciones—en las que formular respuestas.
Se nos recuerda del atlas gestual de Aby Warburg, en el que las fotografías proporcionan las claves relacionales hacia una taxonomía del gesto a través de la geografía y el tiempo.6 Sin embargo, en Variaciones es la temática del virtuosismo musical lo que hila a las instalaciones. Las relaciones no son directamente históricas o conceptuales, sino más bien físicas y formales. La elección de algunos de los artistas más abiertamente emotivos de la historia de la música clásica (María Callas, Jacqueline du Pré y Gustavo Dudamel) busca poner en evidencia la teatralidad de la ejecución, el despliegue del virtuosismo.
Este análisis gestual del virtuosismo consiste en un cuidado desmembramiento que permite el examen meticuloso del cuerpo y de sus partes, así como de su posterior capacidad motora. Para ello Kairuz roba tácticas propias del cine: el encuadre para analizar especificidades, el montaje para proponer relaciones, la imagen atmosférica para hacer visibles aspectos cualitativos. La substracción del plano de fondo—y así la posibilidad de distracción de todo contexto—es también necesaria para permitir la manifestación de sutilezas. Pero más importante aún es la amputación del aura—la eliminación del resultado consecuente proporcionado por cada gesto—, que nos permite percibir tan sólo la representación externa de una condición de presente. Esta amputación de lo anticipado—de la efusión musical—intensifica la extrañeza de estas imágenes, que liberadas del efecto saciante del sonido, terminan haciendo de la forma lo primordial. Así el énfasis se desplaza al cuerpo como fuerza productiva, pero más como mecanismo que como aparato. La manipulación de la velocidad aumenta la deshumanización de las imágenes, y la individuación da paso a lo arquitectónico. Sin embargo esta escisión de la persona no conlleva la pérdida de su capacidad expresiva, sino que es un mecanismo que sirve para intensificar las resonancias cualitativas de cada escena.
Estas instalaciones habitan un espacio del puro presente. En el sentido que Warburg otorgó a este término, estas imágenes hipnóticas no proponen narrativas futuras ni hacen referencia a otras anteriores, sino que sumergen al espectador en un presente afectivo, fuera del espacio y del tiempo. Funcionan de manera similar a la noción de close-up planteada por Gilles Deleuze, quien lo entiende como un desplazamiento del reconocimiento de la persona hacia una respuesta afectiva.7 El subtítulo de Delirium otorga la clave—Estudios sobre la embriaguez #1, María. Cada toma de María Callas es en sí misma una intoxicación: la curva de su famoso cuello o de su perfil tallado, cuyos diminutos y fantasmales movimientos se desplazan lentamente en el rabillo del ojo. La embriaguez describe un estado de éxtasis, y como espectadores nos convertimos en parte de la euforia de la actuación—pero ya no como espectadores, sino como actores.