El profesor –juvenil pero no joven, elocuente, hombre de acción- quiere dar el seminario de anarquía, pero por organización académica, tiempos, disputas internas, termina dando autocracia. Incómodo en un primer momento, calcula y se adapta. El profesor observa la discordia entre los alumnos y estudia la posibilidad de entrar por la fractura en sus corazones y en sus almas. Hace un experimento para imponer, entre sus cuatro paredes, una dictadura que revele la vulnerabilidad de los jóvenes y la posibilidad de reavivar un cíclico fantasma. Busca aquello que iguala a su heterogéneo grupo y lo descubre: a todos les falta algo. El profesor despliega el plan.
Envuelto en la necesidad de probar su teoría, su fuerza, su capacidad de convocatoria, su liderazgo y audacia, el profesor crea un enemigo, necesario, indispensable, reconocible: los de anarquía, liderados por un anacrónico y aburrido maestro de ceremonias somníferas. En cambio, el profesor y sus seguidores crean consignas, saludos, juegos, uniformes, se ponen un nombre -por votación interna, claro está- y de golpe una clase se sale del salón de clases y se convierte en un grupo, en un refugio para los débiles, los fuertes, para aquellos a los que les falta algo. El profesor entró en el corazón y en el alma de personas ambiciosas, mediocres, inseguras, confusas, olvidadas, aburridas y les dio cobijo en unas siglas, en un uniforme, en un dogma, en un saludo y un discurso. No escuchó –nunca, jamás- lo que ellos tenían que decir sobre ellos, escuchó lo que no podían, el hueco, los prejuicios, los lugares comunes y así moldeó un ejército, a partir de un montón de ausencias. Borró los bordes y unificó la causa sin causa, pues era suficiente la construcción del refugio: bajo su techo, todos eran uno. Tenían la voz del grupo y ya casi no hablaban: vociferaban consignas, gritaban, se imponían, pensaban en jauría. El profesor probó el dulce y se engolosinó.
El poder que le otorgaban esas almas -amasadas, amparadas bajo un código- era enorme. Construyó un pequeño imperio sobre huecos. El mismo profesor olvidó aquello por lo que comenzó; anarquía, autocracia, monarquía, representaban para él formas de cubrir el vacío de sus carencias, de su resentimiento, de su complejo. Las palabras eran huecas pero no las estrategias. La rabia de “lo que no tuve” devino “motivo en común” y material para construir una aparente ideología. “Nosotros y los otros”, “no volverán”, “al que no le guste que se vaya”. Ahora todo es de todos… los que se apeguen a la consigna, claro está.
Ideología de calcomanía, de bufanda-palestino, de franelas con rostros, de cromatismos, de material promocional bien pensado, de redes sociales tendenciosas, ideología de difusión, de medios, del fin justifica los medios. ¿Qué fin? Ideología de permanente campaña. Sin fin.
Eso es lo que muestra Dennis Gansel en su película La ola. Pero al final, el profesor reacciona, se da cuenta de lo que creó, del peligro de la ausencia de pensamiento individual, se da cuenta que ha convertido a sus alumnos en maestros de la delación, de la traición, del escarnio público, en maestros de la exclusión, del hablar no claro sino alto, de la violencia. El profesor se convierte en víctima de su ejercicio. La violencia se desata y no sabe cómo controlarla. En la película el profesor se entrega, deja de hablar, desarma su trampa. Final, si no feliz -por un par de bajas en el ejército, por la desilusión de lo acontecido, por el hueco en las almas- al menos consciente de la tragedia. El profesor se arrepiente. La historia narra un hecho real, un experimento de liderazgo puesto en marcha por Ron Jones en el año 1967 en California.
Largas colas, carnets en mano, inmensas vallas, franelas y gorras, números, el pulgar en el lector de huellas, planillas, juguetes, repartición de espejitos lácteos, paquetes con siglas, más planillas, más colas, más franelas. En nuestro caso el profesor vino para quedarse, no se aparta de la tarima, llama a las cámaras, a los helicópteros, a los famosos. Compra y vende almas, sin darse cuenta de la insolación a la que están expuestas. Porque en realidad no es un profesor y, como bien dijo Jorge Luis Borges, “si alguien se ha pasado la vida en los cuarteles, no hay ninguna razón para que sepa gobernar.”
El arrepentimiento y la reconciliación no son parte de su agenda. En los cuarteles y los domicilios-trincheras del país se cuentan las bajas y no nos alcanzan los dedos. El fondo del discurso es hueco, pero no las palabras que elige. Si se hacen llamados de guerra, al final, se desata alguna guerra. Los más afortunados caerán por una bofetada que, paradójica, invoque una sonora y necesaria “PAZ”.
Ángela Bonadies, 20122