Miguel Ángel nace como copista. Durante el Renacimiento, su habilidad para copiar el clasicismo de los griegos rápidamente adquirió fama. Así lo afirma Giacinto Di Pietrantonio, curador de Lo clásico en el arte, mientras cuenta que cierta vez Miguel Ángel hizo un cupido tan perfecto según los cánones helénicos, que se lo vendió a Isabella de Este, marquesa Mantua, como un original histórico.En la muestra de la Fundación PROA de Buenos Aires se explora “la supervivencia de una imagen en el tiempo”, cómo los torsos renacentistas y el dolor miguelangélico llegan a nuestros días. La idea de lo clásico se sostiene como persistencia, mientras se renueva gracias a la copia y la apropiación.
La famosa sentencia benjaminiana da saltos: el aura como manifestación de una lejanía escoge el juego. En Lo clásico en el arte el espectador recorre copias, autorías discutidas, ejercicios en los que el original deja de ser importante para darle paso al diálogo. Las estampas enciclopédicas, vueltas a ver, cuentan la historia del hombre.
Las tres salas que componen Lo clásico en el arte están delimitadas temáticamente. Y Pietrantonio elige que comencemos el recorrido por el sufrimiento. Las manos abiertas de la Madonna reciben al visitante, Cristo en brazos, en una copia de la famosa Pietá, único mármol que firmó Miguel Ángel. Prestado por el Museo de Calcos y Escultura Comparada, la escultura se enfrenta a las manos abiertas de la “Mujer-Pira” (2002) de la artista norteamericana Kiki Smith.
La belleza que trasciende el sufrimiento en Miguel Ángel persiste como gesto en la obra de Smith, que yace sobre una pira de leños, más bruja que madre, Minerva despojada.
Lo sagrado se transfigura en conocimiento, en un fuego que la naturaleza, cuando castiga, devuelve en forma de inclemencia, de vendaval. El cuadro “El diluvio de Deucalione y Pirra” (1675), de Giulio Carpioni, muestra una escena recogida no sólo por la mitología cristiana sino por la griega: Deucalión, hijo de Prometeo, es el encargado de construir el arca para, después de nueve días de lluvia, repoblar la tierra.
Los hijos del fuego castigados por su desorden, por su osadía, pero con una nueva oportunidad después de la catástrofe.
Pierantonio pasa una línea transversal entre los temas, para hacer una historia de las ideas. Y qué mejor vehículo que el rostro para expresarlas. Cien rostros cuelgan de la pared en la Sala dos, que centra su tema en el retrato. Son las máscaras de Alfredo Pirri: “Rostros de goma” (1992), hechas a imagen del artista. Ellas lloran en diferentes colores y su rictus recuerda al de la simulación: un coro en el que los rastros del individuo se desdibujan, que canta una historia para tratar de vencer a la muerte.
La serie de retratos atribuidos al taller de Leonardo Da Vinci son otra de las piezas destacadas de la muestra. Todo sobre ellos se discute: su autoría, en qué época fueron hechos (se piensa que entre el siglo XV y XVI), y a quién representan. Según Piarantonio, son un ejemplo de un tipo de retrato celebrativo, que realza al sujeto en su versión idealizada.
Después vienen las ideas a trastocar las facciones.
En el centro, la testa de Davide, de nuevo una copia de Miguel Ángel, hace de catalizador. Su belleza platónica se ha asociado en Italia a las instituciones civiles y se aprecia como símbolo de libertad, pues –una copia también- preside la entrada del Palazzo Vecchio, donde está la sede del Gobierno florentino. A su alrededor, otras cabezas inconformes lo debaten: la “Propaganda de la escritura” (2011), de Sam Durant, retratos inacabados de filósofos anarquistas hechos con mármol de Carrara, la famosa región de Italia de donde provienen las canteras del clasicismo.
El discurso habla desde la explosión de la inconformidad o desde la máscara que quiere vencer a la muerte, con la utopía puesta en el horizonte. El busto “Sin título (Empirista) (2009)” de Charles Avery, mira desde ese mundo ideal. Parte del proyecto The Island, que engloba la obra del artista y en donde propone un territorio gobernado por el debate dialéctico de los filósofos, en semejanza de la República platónica.
“La venus de los restos” (1967) del italiano Michelangelo Pistoletto, hace acopio de sus jirones en la última sala. De espaldas, ve de cerca como se le precipita una montaña de ropa. Es una diosa que se ha perdido en el altar y terminó deambulando por alguna ciudad contemporánea, una venus del tendedero.
Pistoletto, considerado el padre del arte povera, cierra el recorrido mostrando las miserias de la historia, el desordenado fracaso que es mejor ocultar. Pero en Lo clásico en el arte quien pase al lado de los restos de la venus se detendrá al final en El etrusco (1976) una escultura que lo interpela con un espejo. La figura, una reproducción del Aule Metele romano –el orador-, levanta la mano y se pregunta, como lo haría un padre, por el linaje, por cuánto hemos hecho. Puesto para el selfie, su pregunta rebota en un nuevo reflejo: el de la pantalla del celular que parece responder no importa
La identidad clásica se debate en esta muestra con la realidad del proyecto moderno. Los cuestionamientos pasan de la crítica moralista para encontrar un lugar en el que las ideas salen al ruedo, en fragmentos, en intentos inconclusos, pero con la cara de otros tiempos. En Lo clásico en el arte los golpes de pecho de la llamada era del vacío hacen otros estertores: el de la copia, el calco y la duda como herramientas del registro del escribano de la historia.-
Jesús Torrivilla
Buenos Aires, 2014
Fundación Proa, Buenos Aires