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El hombre de la risa. Por Angela Bonadies

Estaba sentado y se reía. Había alguien que le apuntaba esa risa, quizás desde algún compartimiento de su chaqueta. No era gratuita. Digamos que construyó no una risa cínica, sino una risa venal. Era aprendida. Al estilo del jefe de su hacienda y sus fieles capataces. No era una risa auténtica sino buscada y conseguida como un pitido, una especie de sordera aguda llevada hacia fuera, que se traducía corporalmente en palmaditas sincronizadas sobre las piernas. Lucía mucho más viejo de lo que es, con el aspecto de un burócrata bien pagado y con la voz ronca y resacosa de una mala noche o del exceso declamatorio de una arenga. Daba rabia y pena, rabia propia y pena ajena. Hablaba sin responder y, al margen de la pregunta, recitaba de memoria algunas consignas que supongo consideraba irreverentes, con argumentos que parecían sacados de conversaciones en el patio del colegio o liceo. Porque hay un cambio cultural –decía- tenemos que aguantar más tiempo porque nuestro pueblo está envenenado –insistía- por aquellos años en que prevalecían “las apariencias”. Ideología y discurso de miss, pletórico de buenas intenciones y ausente de acción. Curiosos ¿extremos? que se tocan. Se puede decir: una ideología cosmética, con una cosmetóloga que odia la belleza y un apuntador inculto pero mediático: “ríete pero que se oiga”, “ahora palmaditas en las piernas”, “dóblate para que vean que son carcajadas”, “cuando el periodista te pregunte hazle una seña para que espere, porque estás privado de la risa”. Y privado de muchas otras cosas, pero dado a su público. El tufillo de su ambición se podía percibir, traspasaba la pantalla. En realidad era una mala actuación de un mal actor social y político pero bien estudiada, aprendida, repetida y desafiante (esa es la idea, mostrar lo fuertes que son), pero sin lugar en el debate. Una risa impertinente y fascista, una mueca de quien no escucha más que las órdenes del apuntador mayor y acata. Risa de soldado llano.

No por ocio Adorno comparaba la estrategia mediática y comunicacional de los predicadores-agitadores estadounidenses de los años 50 con la de los nazis y sus voceros. Es decir, hay toda una forma de desplegar las ideas, de reducir y ridiculizar al contrario, de hablar de una nueva era, del nacimiento de un nuevo hombre y el aniquilamiento de sus enemigos, que no pertenece a una ideología en particular (Adorno sostiene que quienes la utilizan carecen de una sólida ideología), sino a una práctica que convoca (desde el comunismo, el anticomunismo, el nazismo) la exaltación de las multitudes y la identificación con los líderes que la ejecutan. Sirven la risa, la arenga, la familiaridad, el lenguaje ramplón, la construcción de enemigos, la invocación de la patria una, grande y libre (Franco fue experto en estas pericias), la persecución de pobres, ricos, marxistas, homosexuales, negros, judíos, blancos, del “otro” que no respalda al poderoso. Señalamiento y persecución conviven con la violencia de una risa sin argumentos para existir. Una risa barata muy bien pagada.

Eso sí, la risa se levanta y hace eco sobre una cantidad injusta de muertos del “pueblo” (interesante cuando Agamben apunta que se apela a la palabra “pueblo” para hablar de aquello a lo que le falta algo). La risa le rebota a los oyentes en la cabeza y se convierte en el sonido de una evasión inmunda, en un tiro a quemarropa al corazón. Y un recuerdo infantil me invade: cuando Fantasmagórico se reía y lo que veíamos era una calavera con cuerpo fornido. ¿Acaso no es nuestro héroe un cadáver exhumado que nos deja pocas, flacas y secas esperanzas? Mientras oímos una y otra vez al hombre de la risa sólo vemos la muerte en su representación más arquetipal, aquella que tan bien representó José Guadalupe Posada. Verla de una manera más cruda y descarnada está prohibido.

Angela Bonadies, 2010

 

 

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