* Texto para la exposición “Penitenciario” | Amada Granado en El Anexo Galería
El ojo demasiado acostumbrando a sus certezas encuentra en la fotografía un arma de doble filo. Por un lado, gracias a ella, puede descubrir lo desconocido en lo muchas veces visto. Por otro, cualquier posible hallazgo puede quedar atrapado en la presencia tranquilizadora del documento, en su pulsión de archivo, en el registro tardío, en su vocación de ruina anticipada. Pero también el ojo entrenado en componer encuadres corre el riesgo de no ver la forma más allá de la imagen, resbalando perpetuamente sobre la patina tecnificada de la hazaña contemplativa. No obstante, más allá de estos peligros, el verdadero escollo de la imagen técnica, en relación a su propio mundo, a sus supuestos referentes, consiste en superar la mirada imaginaria de nuestros prejuicios y nuestras obcecadas percepciones de lo real.
La fotografía, como bien lo demostró Susan Sontag, pertenece a la impronta cultural de la clase media. Esta marca es su “surrealismo”, su tendencia a sobrevolar lo real, incluso lo real de sí mismo, como el “turista” que baja al inframundo de las miserias humanas o se asombra de las riquezas de un mundo para él inaccesible. De hecho, más que un turista, el fotógrafo es un “superturista”, un metaturista, un surturista o, en definitiva, un turista del no-lugar, de la distopía, de la ruina de utilería y su “sentimentalismo”. Lo que la fotografía tiende a descubrir es un guión teatral en la propia imagen, sobrepasando cualquier teatralización de los escenarios supuestamente reales, pues se trata del guión de una existencia muy pronto asegurada. Toda fotografía permanece como índice de aquello que ignora el fotógrafo, de aquello que lo asombra, de aquello que lo abisma, sean los ínferos de un mundo marginal, sean los opulentos salones de un mundo inalcanzable. La fotografía es la puesta en escena de una realidad objetivada por un sujeto que se desconoce a sí mismo. Por ello, sin una mente de “clase media”, insiste Sontag, la fotografía sólo tendría un valor instrumental, “científico”, de aparato óptico. La moral de la fotografía, su moral de “aventurismo”, su imperativo de objeto visual, pasa por el impulso manifiesto de registrar por igual las galeras y las galerías del mundo; se trata de la moral de las pequeñas burguesías, la moral surrealista que en el azar objetivo de la toma fotográfica siempre encuentra un valor universal.
Joan Fontcuberta no duda en señalar que “toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera”; no obstante, en el arte la verdad solamente puede presentarse en su carácter ficcional. Entre el documento y la obra artística, la fotografía vive siempre como contradicción. En el penal de San Antonio de la Isla de Margarita, Amada Granado descubre esta contradicción en la forma de una piscina, de un lugar de esparcimiento temporal, donde se supone debería encontrarse un penitenciario. Allí encuentra niños inocentes nadando, jugando y sonriendo donde debería hallarse un desolado patio lleno de presos viciosos. Ello no es una distorsión de la realidad, sino una distorsión de la conciencia y de su ojo, un problema de la fácil sinapsis entre la imagen y el juicio. El ojo de la conciencia es moralista, no ve formas sino principios, cree que la realidad es el reflejo de su padecimiento, el ojo de la aporía fotográfica tiene un iris maquinal que conecta y no juzga, aunque el ojo del fotógrafo siga siendo un ojo humano, demasiado humano.
Amada Granado tomó unas fotos sin su cámara –imposible pasarla al interior por el celoso ojo de los guardias–, tuvo que usar, a la sazón, una de las cámaras de los presos. También se sirvió del fotógrafo de la prisión como su asistente, pues esa prisión tiene piscina, camareros y fotógrafos para la élite de presos que verdaderamente tienen el control sobre todo lo que ocurre al interior del penal. Después de todo, no es sino la conciencia suspendida en el devenir de la fotografía, por un efímero instante completamente límpida de moralina, el verdadero instrumento. Este hecho, a su vez, es síntoma de otro problema, pues la técnica –como pasaba en el mundo de la Grecia clásica–no es sino pieza de la poética, del arte, su consecuencia, no su causa. Arte, en su sentido más originario, significa la facultad de extraer de la cosa su verdad sin que la cosa deje de ser cosa por ello. Allí el arte choca necesariamente con la fotografía-documento, hecho técnico, cognitivo y moral, de nuestra concepción del mundo confiada demasiadamente en la verdad de la imagen, y la cual no tiende a la verdad de la cosa sino a la veracidad de la representación. Domesticar, entonces, a la fotografía con los fines del arte y contra los fines de la moral inherente a toda estética y de la ideología del virtuosismo técnico, pasa por liberal a la imagen de su vocación de concepto, efecto de la instrumentalidad técnica: la imagen no sujeta nada, no tiene cuerpo, no tiene ser; o quizá dicho de un modo más preciso, la imagen es la aprehensión de la nada, la forma de la nada, su continente. Los únicos recursos de Amada Granado para tomar estas fotos fueron una cámara de baja prestaciones cedida momentáneamente por un preso, como si se tratase del teléfono móvil de un amigo. Dado que, en todos los múltiples intentos infructuosos para realizar este proyecto, el problema principal no estaba en el fotógrafo sino en que la cámara venia de “afuera”; no era el sujeto el problema, era el aparato. Tal vez porque el aparato nos ofrece certezas que ya ningún hombre puede prometer. El medio para hacer la foto, la cámara, era lo único que impedía la toma fotográfica, ya que en las cárceles se sospecha doblemente de las cámaras. Esto, lejos de constituirse como un hecho anecdótico, demuestra la complejidad de la situación, pues el penitenciario no dejaba al ojo exterior convertirse en un objeto al menos que fuera con sus propios medios. Para hacer estas fotos primero la cárcel tuvo que fotografiar a la fotógrafa.
Walter Benjamin comparaba las fotografías de Atget con la “escena de un crimen”, porque en ellas reinaba lo desértico y ese desierto pasaba a ser “evidencia estándar de hechos históricos”, donde el presente se hacía un crimen no sólo contra el pasado sino también contra el futuro. Para Benjamin, en ese crimen de la historia, la decadencia de las cosas en el tiempo nunca ocurre “sin cierta belleza”, o quizá es solamente eso lo que le queda al hombre moderno por belleza, el desplazamiento de la presencia en el pasado. Pero en las fotografías de Penitenciario se trata de otro “crimen”; un crimen sin escena o más bien, dónde sólo la escena es crimen, pues no le está permitido el pasado; puramente un largo futuro lleno de aislamiento. El crimen aquí no es un simple delito contra la conciencia histórica de la realidad, la belleza de la decadencia, de la ruina, de la aniquilación de las cosas. Se trata, por el contrario, de la muerte que ve en la conciencia histórica una forma de sobrevivencia. Una sobrevivencia, además, excluida de las formas de la moral, de los algoritmos de la razón, de los supuestos que contienen los límites de la realidad bajo el yugo de nuestros temores.
En última instancia, la única ceguera es el temor. Las cárceles, así, no existen de un modo exclusivo para los reclusos; éstas están, sobre todo, para los que gozan de libertad. Pues toda la idea del sistema penal, y del castigo en general, es infundir miedo y de allí modelar y controlar las conductas sociales. Por ello, el preso más que sufrir, debe “verse” sufriente, penitente, en una situación sórdida, cruel y peligrosa, en medio de una expiación que nos tranquilice. La cárcel no debe ser únicamente espacio de castigo, debe ser también la imagen misma del castigo. Esta imagen del castigo es el Coco de las masas. En esta serie de fotografías, ello, evidentemente, falla en apariencia; pues, la cárcel puede ser cualquier cosa que nuestros fantasmas nos prescriban, pero jamás una piscina llena de felices niños. La cándida felicidad de esas fotografías, como hechas por un turista que se conforma de lo que ve, es la prueba manifiesta de que nuestra libertad no es una absolución, ni el carácter de nuestros juicios morales importa en el circuito donde imagen y referente han conformado un mundo propio, un paraíso entre rejas y muros alambrados.
Asimismo, la inquietud antropológica del observador de esas fotos, podría verse interpelada en un enunciado falazmente razonable: después de todo en un país donde los que gozan de libertad viven como presos, porque los privados de libertad no vivirían como vacacionistas. La cárcel es primordialmente un vacatio vitae, una suspensión muy particular de la existencia, cuyo fin es la detención del impulso vital en el pleno trascurrir del tiempo. Estar preso es padecer absolutamente la temporalidad, en ello consiste el castigo: no se trata de castigar el cuerpo, sino de penar la existencia. Pero, ¿la fotografía acaso no es la expulsión del tiempo en el puro instante, en la instantaneidad de lo fijo? La fotografía, de esta manera, no deja de ser lo contario de una cárcel. En la foto el tiempo ha sido suprimido, en la cárcel sólo hay tiempo. Sin embargo, la imagen libre de un cuerpo encerrado parece aún un recurso demasiado fácil, miles de fotos ya existen sobre la condición social y existencial del preso. La búsqueda de Granado va hacía el cautiverio del afecto que es invisible.
En cierto sentido, captar lo invisible por medio de la certeza sensible es la necesidad del poeta y el anhelo de todo artista. Pero no todo lo invisible es igual. Fox Talbot, con la ayuda de microscopios, intentaba ya a mediados del siglo diecinueve “revelar” imágenes invisibles al ojo humano desnudo. Lo invisible, sin embargo, en el trabajo de Penitenciario pasa por la búsqueda de un afecto desconocido. Se trata de una realidad que no es sólo invisible al ojo, tampoco el concepto la logra ver. Esas imágenes nos regalan una sonrisa en medio del dolor. Siendo el dolor sólo tangencialmente visual y únicamente se hace perceptible al otro por medio de los afectos, pero un afecto únicamente significa confusión para la idea, neblina para la mente. Como el gato de Cheshire, personaje de Alicia en el país de las maravillas, la sonrisa del gato se puede ver independientemente de que se vea el gato, la travesura de unos niños sin sus escarmentados padres, una piscina sin el sórdido entorno en que se haya. El niño es la sonrisa del preso impalpable. Vemos, en fin, unos privados de libertad desprovistos de la imagen de preso y unos hijos cuyos padres están fuera de los ojos del mundo, en la celda de la desesperanza. Los niños sonríen en una piscina mientras que sus padres, reclusos y a la sombra, padecen en el mismo lugar.
La fotografía hasta ahora no ha sabido sobrepasar, como si lo han hecho las artes plásticas, el puro campo de lo visual. Incluso el concepto y la abstracción fotográficas son visuales. No obstante, en la fotografía de Amada Granado hay una luz absolutamente oculta a la visión, sea ésta humana o maquinal. Es la visión del espacio que la nada ocupa en el mundo. La nada en el mundo separa a lo real de su representación sin que la representación pueda por ello separase de lo real: la nada se haya contenida en la imagen como siendo realidad. Los fotógrafos van a las calles del mundo a sacar fotos, o llevan objetos de ese mundo a sus estudios. Pero Granado se retrata a ella misma en la nada de ese mundo.
Es indudable que Penitenciario es la consecuencia lógica de su trabajo anterior, Guaire (2009), su reverso: si primero buscó “bañarse” en el agua sucia de la ciudad libre, ahora lo hace en el agua limpia de la prisión inmunda. Pero, en un sentido quizá más profundo Penitenciario no es la continuación de un proyecto personal, sino la despersonificación absoluta del proyecto en aras de encontrar una subjetividad difusa, para ello ha puesto en juego a su propio cuerpo y en peligro la propia vida. La piscina de esa cárcel de Margarita está para el uso clandestino de gente que ha perdido el nombre y sólo tienen alias y penas que purgar. Ciertamente, Amada Granado aparece allí en la foto, pero no como persona, no como autora sino como la figura de un “turista” circunstancial, como un actor sin autoría, ataviada en un espacio que no le corresponde, en un espacio, en definitiva, que no debería existir y que, de hecho, sólo existe en un plano furtivo e ilegal. Su imagen concurre como el resto visual de una persona que sólo marca la huella de lo impersonal. Sólo en ese proceso de una subjetividad transpersonal ocurre el sobrevuelo de la imagen que hace del fotógrafo un turista donde el tour ya no existe, donde el crimen ya no está claro, donde el destino ha quedado encerrado, donde un ojo desclasado ya no quiere clasificar formas, donde la obra fotográfica ya no compite vorazmente por un pedacito del mundo, sino que se añade a aquél como una quimera felizmente realizada que da sentido a la nada encarcelada en la imagen fotográfica.
Erik Del Bufalo
Agradecemos a Erik Del Búfalo y Amada Granado por ceder este documento y Amada Granado por las imágenes.