* Tomado de salonkritik.net
En un asiento del vaporetto que me lleva de la estación de tren de Venecia al hotel encuentro un catálogo de la Bienal y una carpeta con folletos de la Chinese Independent Art 1979 → today, invitaciones a exhibiciones privadas de Sir Anthony Caro, del Pabellón de Brasil y una recepción ofrecida por el Comité de Adquisiciones de una fundación japonesa con la presencia de artistas occidentales y asiáticos. También la invitación a un cocktail en el Hotel Bauer auspiciado por la Primera Dama de la República de Azerbaiján. Y un mapa con itinerarios marcados con lápiz a sitios fuera de los Giardini y el Arsenal donde se agrupan las principales exhibiciones, entre ellos el Palazzo Lazze, también convocado por Azerbaiján. El olvido de algún viajero me recibe como guía.
Quiénes compiten
Dos asuntos distinguen a la Bienal de Venecia 2013. El que anuncia el título El Palacio Enciclopédico, un intento de renovar la visión universalizante que dio origen a la Bienal en 1895, revisada tantas veces como la irrupción poscolonial de naciones periféricas, las protestas políticas del 68 y la expansión globalizada de los mercados económicos y artísticos erosionaron el dominio eurocéntrico del mundo. A la vez, busca compaginar la multiculturalidad fragmentada que celebró el posmodernismo tratando de que el desorden sea interpretable. ¿Con qué matrices o claves? No simplifica la tarea que, para salir del predominio occidental, las últimas bienales invitaran a muchos países africanos y asiáticos, y la de este año sume 88 naciones incluyendo por primera vez a Angola, Bahamas, el Reino de Bahrein, Costa de Marfil, Kosovo, Kuwait, Maldivas, Paraguay y Tuvalú. Ah, y la Santa Sede. El curador, Massimiliano Gioni, abre la muestra con la maqueta del Palacio Enciclopédico imaginado por el artista ítalo – estadounidense Marino Auriti, un museo imaginario que juntaba en 1955 los grandes descubrimientos “de la raza humana, desde la rueda al satélite”, y con el Libro rojo de Jung, manuscrito en el que reunió cosmologías personales y colectivas, guardado por sus herederos en la caja fuerte de un banco suizo, solo visto por unas 20 personas hasta 2009, cuando se hizo una edición facsímil en alemán e inglés, que Digital Fusion circuló en algunos museos y bibliotecas de Estados Unidos.
La novedad de su exhibición europea, más atractiva que la maqueta de Auriti, sin duda es uno de los momentos altos de la Bienal. No está claro que amontonar tecnologías constructivas o sueños, alucinaciones y visiones sea suficiente para orientarse en un mundo donde las disputas por el poder simbólico se enredan con conflictos económicos y políticos.
Presencias proliferantes como la de Azerbaiján – en las exposiciones, los palacios y los vaporetti que llevan su publicidad por el Gran Canal – me hicieron acordar de la polémica de hace unos meses en México sobre el monumento al presidente de ese país inferido al Parque de Chapultepec. Supimos entonces que Azerbaiján había pagado sumas elevadas a 14 países para colocar otros tantos monumentos a su jefe. Recordé también que dos semanas antes había visto al Barça y al Atletic llevando en las camisetas de los jugadores como publicidad dos marcas: Qatar y Azerbaiján. Como si hubiera otra globalización, confrontaciones distantes apenas escondidas, en un campeonato nacional de futbol europeo y en la pugna artística por el León de Oro de la Bienal.
Me acordé de la resonancia, ahora lejana, del libro de Serge Guilbaut, De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, que documentó el pasaje de la capital artística de París a Estados Unidos en tiempos del expresionismo abstracto. En un texto de 2005, reconociendo la ampliación de horizonte y la mezcla de la cultura comercial, turismo y arte en la bienalización del mundo, Guilbaut encontraba en la cacofonía de las muestras europeas, de Shangai o Sao Paulo que estamos pasando a lo que Paul Virilio denomina el “babélico superior”.
Del territorio a los flujos
Haber abierto la estructura de pabellones nacionales a una visión polifónica de tentativas laicas y religiosas, de todos los continentes, abarcando los últimos 100 años, relativiza las innovaciones del arte actual. Pone en interacciones formales (más que culturales por la escasez de contextos) búsquedas visuales y modos de coleccionar de distintas épocas: de las conexiones con los objetos de memoria en Vietnam o la Basílica de San Pedro en Roma (Harun Farocki) a las reliquias escultóricas de Jimmie Durham, a las bellísimas piedras reunidas por Roger Caillois, pasando por máscaras de varias sociedades africanas y llegando a artistas jóvenes que desconocía, como Camille Henrot y su deslumbrante Grosse Fatigue, video instalación en la que explora artística y antropológicamente archivos de museos nacionales para construir sin ingenuidad, crítica y poéticamente, “una imagen prismática del reino del pensamiento”. Se comprende la admiración de críticos ante este despliegue de interculturalidad y el orgullo de Jean – Hubert Martin, curador en 1989 de la primera exposición del Centro Pompidou que desafió el etnocentrismo europeo, Magiciens de la Terre, al que le escuché elogiar a esta Bienal 2013 y llamarla “mi petit fille”.
Siguen siendo pertinentes, sin embargo, las críticas a los 30 pabellones nacionales en la sección principal de la Bienal, los Giardini, como si los artistas, incluso quienes viven fuera de sus países, pudieran representar la cultura de una nación, fueran algo así como su folclor contemporáneo. “¿Qué hace falta para representar a un país? – pregunta Estrella de Diego – ¿Haber nacido ahí? ¿Sentir simpatía por dicho país? ¿Ser adoptado por el comisario?” Los artistas españoles nombrados como embajadores han estado entre los más cuestionadores. En la Bienal de 2003 Santiago Sierra cerró el pabellón de España y sólo permitía la entrada por la puerta trasera, vigilada por guardias armados, a quienes exhibieran el documento español de identidad. Antoni Muntadas, en 2005, coordinó una investigación histórica que evidenciaba el anacronismo del sistema de pabellones nacionales y ocupó el español como si fuera una sala de espera de aeropuerto, con pantallas para experimentarlo como lugar de información y traducción entre las épocas, las culturas y las astucias para maquillar sus imágenes. En 2013 Lara Almárcegui instala montañas de residuos de madera, cristales y arena, metáfora un poco obvia de los edificios sin uso, sin fines, en la especulación inmobiliaria de su país.
La obra más potente en esta línea es la de Alfredo Jaar, representante de Chile en el Arsenal. Al entrar, una caja de luz con una foto de Lucio Fontana en 1946 agarrándose de las paredes en ruinas de su estudio en Milán bombardeado durante la guerra. Detrás, la pieza principal: un puente como los que dan continuidad a las calles de Venecia interrumpidas por los canales y en el centro un estanque metálico de 5×5 metros, lleno de agua. Cada tres minutos emerge una maqueta de los edificios de los Giardini de la Bienal. Se puede ver unos segundos y luego, melancólicamente, vuelve a ahogarse en el estanque hasta desaparecer, “Es un fantasma de la historia”, dice Jaar. Luego, me señala un detalle: vista desde atrás la caja que exhibe la foto de Fontana tiene una pequeña separación en la mitad superior, como los tajos que ese artista hacía en sus telas.
También podría pensarse que los fantasmas son los más de 100 países miembros de Naciones Unidas que no están en esta Bienal con pretensión de universalidad, o los 60 que se han hecho lugares dispersos en otros espacios de Venecia. ¿Habría que demoler los edificios de los Giardini, como propusieron en 1968 Gillo Dorfles y Germano Celant, y concebir otro atlas arquitectónico? Acaso las exhibiciones esparcidas en la ciudad sugieren cómo la redistribución globalizada del poder desborda los espacios apropiados por países que fueron centrales. Y la circulación de vaporetti con publicidad de exposiciones asiáticas o de Europa oriental lleva por los canales una información bajo el formato de flujos, que a veces prevalece sobre el geográfico. No basta cuestionar el orden territorial, sus modos políticos y culturales de representarlo; cabe interrogar cómo lo alteran los poderes lejanos que circulan por Venecia y por el mundo legitimando sus programas de expansión económica con proyectos de prestigio simbólico. Al lado de la pieza de Jaar el film y la videoinstalación de Akram Zaatari, Carta al piloto que se negó a lanzar la bomba israelí sobre Líbano al notar que era una escuela, es una reflexión sobre la capacidad de resistencia y el dolor social. Tan necesaria como la discusión sobre lo que emerge y se hunde es preguntarse qué hacer con el tajo de Fontana.
Entre los 60 países diseminados fuera de los pabellones centrales está México, que alquila la antigua Iglesia de San Lorenzo, bien situada frente a una gran plaza a medio camino entre el Arsenal y San Marcos. En su interior, donde predomina el aspecto de las excavaciones arqueológicas en marcha con pozos aún inundados, se delimitó una plataforma de madera para erigir una máquina sonora, Cordiox, de Ariel Guzik, que capta los sonidos ambientales, los reelabora y transmite diferidos. Entre instrumento musical y científico sin fines pragmáticos, es un aparato “para producir sensaciones”, afirma Itala Schmelz, la curadora. Como otras piezas de Guzik consultables en las pantallas de dos computadoras en una sala adjunta, coincide con obras frecuentes en esta Bienal, que convocó no solo a artistas sino a artesanos o artífices de objetos, videos e instalaciones, experimentos sin intención artística que cruzan la ciencia y la visualidad, percepciones y representaciones heterodoxas.
Leo en el libro de visitantes comentarios elogiosos en italiano, inglés, español y alemán: “artefacto totémico”, “arpa”, “vibrazioni suttili”, “entro en mundo antiguo y moderno sin límite”. Agregaría que es una pieza resultado de un largo proceso de investigación, no espectacular, sin ánimo de reincidir en ese hábito de bienales con más de cien artistas: impactar con una obra que incite a fotografiarse junto a ella.
En la prensa y en comentarios de artistas y curadores en la Bienal escucho sorpresa porque no se escogió a un creador más “representativo” o con “trascendencia internacional”. También dudas de si se justifica gastar 12 millones de pesos. La pregunta central, me parece, es cómo se inscribe el pabellón de Venecia en un programa cultural que debería considerar que ahora existen 130 bienales, que decenas de artistas visuales – y de cineastas, músicos y escritores mexicanos – tienen hoy reconocimiento o suscitan interés en un mundo más ancho que el occidental.
La diversidad de relaciones necesarias o suntuosas de legitimación política y económica a través del arte no son enciclopedizables. Hay demasiados puntos ciegos, por lo que – mejor que atribuir cobertura global a los “mapas” de Auriti o Jung – vale detenerse en The path of totality, las 79 diapositivas reunidas por Paloma Polo de las expediciones científicas realizadas en los siglos XIX y XX para avistar y documentar eclipses.
Hay indicios, sin embargo, de que las acciones que permanecen no son las de los países que improvisan, ni de los artistas – aun valiosos como Ai Wei Wei – que repiten denuncias ya conocidas o sorpresas de temporada. La valoración estética que perdura es una combinación compleja de creadores capaces de interactuar con lo que emerge, con dramas irresueltos, sin obligarse a mejorar la imagen nacional. Más que su pasaporte, importa cómo prestan atención a lo que sucede ahora. Merecen ser apoyados por los Estados por la calidad con que arriesgan.
* Una versión de este texto fue publicado en el periódico Reforma el pasado 23 de junio.
Imágenes: Akram Zaatari, Letter to a Refusing Pilot (stills), 2013.
Fuente: salonkritik.net