EL APLAUSO (Notas sobre la performance artística)

Por Félix Suazo

 

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Yoko Ono posa para la prensa Guggenheim de Bilbao,13-3-2014. Foto: Rafa Vivas (AFP_Getty) / Fotograma del video Sterlac. Remote Suspension, MOCA, Brisbane, 1986 / Fotograma del video Gillermo Gomez-Peña. Artista entre dos continentes, 2014

 

La performance en la era del espectáculo

Algo está pasando con la performance artística en los últimos tiempos. Después de constituirse como un lenguaje de resistencia y provocación, ahora se la aclama en el mainstream internacional, se la incluye en los programas de las ferias y bienales, se le dedican profusas publicaciones y, por si fuera poco, el público ya no manifiesta rechazo o indiferencia ante las excentricidades y desplantes que suelen caracterizar las acciones en vivo. Este fenómeno sólo puede estar ocurriendo debido a tres causas: a) la performance ya no ofrece la irreverencia crítica de antaño; b) la performance ya “no intimida” a los espectadores, c) la performance se ha convertido en un espectáculo legítimo como el teatro, el circo o el cabaret.

La primera y la segunda suposiciones – la performance ya no ofrece la irreverencia crítica de antaño ni tampoco intimida a los espectadores – no parecen ser las causas definitivas para explicar el reconocimiento masivo alcanzado por esta modalidad si se considera el carácter extremo de propuestas como las de Sterlac, Orlan o Gómez Peña. El tercer supuesto, sin embargo, plantea una serie de matices que convienen analizar y esclarecer, porque no sólo refiere a la naturaleza específica de la performance artística, sino también el desplazamiento de los hábitos perceptivos de las audiencias, el reordenamiento de las fronteras del campo cultural y, finalmente, una modificación de los procesos de circulación y consumo del arte.

Claro que la premisa según la cual la performance artística[1] se ha incorporado a la cultura del espectáculo pone en crisis algunos de los supuestos fundacionales de los lenguajes de acción; entre ellos el rechazo de lo banal y la activación de una respuesta crítica por parte del espectador. Gómez-Peña plantea esta situación de la siguiente manera:

“ (…) el ´performance´se ha transformado literalmente en una estrategia de mercadotecnia sexy y de género abiertamente ´pop´ (…) Las personalidades ´performativas´, el comportamiento ´radical´ y la interactividad superficial son celebrados con regularidad en los reality shows, los ´talk shows´ y los ´deportes extremos´. De hecho, todo lo ´extremo´ es hoy día la norma. En este nuevo contexto, me pregunto ¿cómo pueden los públicos jóvenes y nuevos diferenciar entre las acciones ´transgresoras´ y ´extremas´ de Annie Sprinkle, Orlan, o un servidor, y los invitados de Jerry Springer o Laura de América?[2]

No es que el trabajo de los también llamados performers o performanceros artísticos se haya vuelto “bonito” o “entretenido”. Tampoco han perdido esa suerte de aura misteriosa, a veces amenazante, que se deriva de su hermetismo e imprevisibilidad. Lo que pasa es que los mismos espectadores que acuden (o son sorprendidos) durante la presentación de alguno de estos rituales, son los mismos que tropiezan en la calle con un amolador de tijeras que pregona sus servicios o un vendedor de ungüentos que despliega su mercancía en la acera mientras explica sus bondades, cuando no con un predicador religioso que anuncia irascible el advenimiento del fin de los tiempos. Esos mismos espectadores leen en la prensa, escuchan en la radio o ven en la televisión noticias cada vez más desafiantes: un periodista que le lanza un zapato al presidente de los Estados Unidos de América, una manifestación antigubernamental en la que la gente va desnuda, un grupo de adolescentes que asesina a sus compañeros de colegio y luego se suicida, una multitud que observa de manera impoluta la quema en público de un presunto violador … ¿qué más se puede pedir?. ¿Por qué exigirle al público que modere su efusividad cuando un performer defeca en público o se auto inflige una herida, en un espacio controlado?

El asunto –para ser conciso- es que ya hay en las audiencias una predisposición a lo insólito que pasa por la mediatización de esa extrañeza y su constitución en espectáculo. De esto se sigue que el horror, el miedo, el absurdo y el morbo están perfectamente naturalizados en la cultura contemporánea. En consecuencia, muchos espectadores tienden a confundir la realidad y la ficción (e incluso lo contrario) como lo relata Gómez-Peña en uno de sus diarios:

“ Recuerdo en cierta ocasión, haberle entregado una daga a una asistente del público, y haberle ofrecido mi plexo. (Pausa.) ´Mujer, he aquí… mi cuerpo colonizado´ – le dije desafiante. Ella vino hacia mí, y sin pensarlo dos veces, me apuñaló, inflingiendo así mi cicatriz número 45. Ella sólo tenía 20 años, era boricua, y desconocía la diferencia entre el performance, el rock & roll, y la vida callejera”[3]

 

Entre la emoción y el concepto: la respuesta del público

El 08 de marzo de 2009, fecha en que tiene lugar la inauguración de la exposición “Teatro de Operaciones Nº 1”, Juan Carlos Rodríguez realiza tres acciones consecutivas en el galpón G0 de Periférico Caracas. En la última de las experiencias de ese día un bailador con alpargatas, sombrero y camisa a cuadros zapateó un joropo sin música sobre una pequeña tarima, ante a una audiencia eufórica que aplaudió furiosamente una vez que concluyó la performance. Dos meses después, el 17 de mayo de ese año y en el mismo espacio, Diana López presenta la exposición “Pintura de acción en dos tiempos”, en cuyo evento de apertura participaron dos motorizados con sus respectivos vehículos y tres discapacitados en sillas de ruedas, además de un pequeño grupo de colaboradores. Al concluir la experiencia –unos 45 minutos después de iniciarse- el público aplaudió con mucho entusiasmo[4].

Frente estas dos propuestas -cada una sustentada en propósitos específicos – uno se pregunta qué significan estos aplausos, considerando –en primer lugar- que este tipo de acciones –equidistantes del teatro y de la pintura- no suelen buscar la ovación de las audiencias, en tanto su estructura discursiva y condiciones de recepción difieren de los estereotipos narrativos de la industria del espectáculo (no hay una relato lineal, ni se refiere un conflicto dramático). Claro que las acciones de Rodríguez y López aprovechan dispositivos teatrales de cierta espectacularidad (el primero emplea una tarima, la segunda utiliza unas gradas) para demarcar un espacio ambivalente, extra cotidiano y real al mismo tiempo. ¿Se percata de esto el público cuando aplaude? ¿Es este un caso de recepción errónea?.

La pregunta por el aplauso tiene sentido en el marco de los sectores de avanzada del arte contemporáneo en los que se busca una relación distinta con el espectador, buscando romper su pasividad y promover su participación en la experiencia. En los casos de Rodríguez y López, sin embargo, había una clara distinción entre el escenario –lugar de la acción- y el auditorio –lugar del público-. Este hecho, como ya se ya se indicará, delineaba una alusión explícita a las convenciones teatrales. De manera que la respuesta aclamatoria de los espectadores podría tener una vaga motivación en la disposición espacial de los roles, algo que el teatro vanguardista había intentado abolir.

Se puede especular sobre la naturaleza de estos aplausos pero quizá la pregunta decisiva a este problema reside en saber ¿qué quiere o desea el público, específicamente el que asiste a espacios de exposición donde se presentan acciones efímeras?. Según ha señalado Jacques Rancière en El espectador emancipado (2004) el público no es nunca pasivo, incluso cuando permanece quieto contemplando lo que ocurre frente a él. Su emancipación, advierte el autor, consiste en hacer suya la historia que se le narra para luego poder contarla[5]. Sin embargo en las acciones de Rodríguez y López no hay nada que contar; sólo había que estar allí en calidad de “testigo”.

Presuntamente, este público que en la Venezuela de hoy aplaude una performance es el mismo que solía asistir a conciertos, presentaciones teatrales y exposiciones museísticas, oferta que se ha vuelto exigua y circunstancial con los cambios de las políticas oficiales. Por tanto, se trata de un público ávido de espacios y experiencias que le restituyan la condición de espectadores que ya no se le ofrecen en otros ámbitos. Llegado a este punto, sin embargo, hay que reconocer que los fundamentos de la hipótesis anterior se vuelve poco fiable cuando se constata que la gente también aplaude en los festivales de performance organizados durante los últimos años por el Ministerio de la Cultura[6]. Digamos entonces que aplaudir no es ya un problema de “etiqueta”, de lugar o de desinformación respecto a las convenciones del medio, sino de necesidad.

En un país donde la gente aplaude cuando una aeronave aterriza satisfactoriamente no hay por qué asombrarse cuando los asistentes a un performance ovacionan la “función”, aunque esta haya sido concebida para incomodar a la audiencia o subvertir los estereotipos vigentes. El aplauso no es más que una manifestación de deslinde emocional ante un evento, el cierre que permite a los espectadores abandonar la condición de observadores para retomar a sus vidas. Es decir, el aplauso es el límite del espectáculo y no necesariamente el efecto de una causa prescrita o dominada por el artista, pues ese es el momento en que el auditorio ejerce su soberanía, incluso contra la voluntad del demiurgo. Es decir, el aplauso (o su ausencia) no significa necesariamente que al público le “gustó” o “entendió” lo que presenció, ni tampoco es la expresión de una conducta frívola.

En Venezuela se aplaude por todo y a todo el mundo: al chofer para solicitar la próxima parada, a los mesoneros para que traigan la cuenta, a los músicos para que regalen otra canción. De manera que la emancipación del espectador no consiste –como sostiene Rancière- en que cada quién pueda reconstruir su propio relato a partir de lo que presenció. No. Si hay un momento de liberación este radica en el aplauso, es decir, en el instante en que el público puede zafarse del contrato simbólico que lo ata a la escena. Ese lapso de clausura es también el de la reafirmación de un colectivo expectante que, por fin, ha conquistado su albedrío más allá de la escena.

Ahora bien, con aplausos o sin ellos, las propuestas analizadas suponen la presencia – activa o contemplativa- del público. Sin embargo, cada uno de estos creadores induce y administra un tipo de respuesta diferente por parte de los espectadores, en la medida en que sus acciones están destinadas a potenciar o reprimir ciertas emociones (de la admiración a la perplejidad, de la incertidumbre a la intriga). En tal sentido, no desdeñan el aprovechamiento de estereotipos discursivos y elementos espectaculares cuando estos son necesarios para reconducir la simpatía del auditorio hacia problemas conceptuales de mayor complejidad (violencia, territorialidad, instituciones, etc.). Tampoco delinean una clara frontera entre artificio y realidad pues basta con que la acción sea contemplada o experimentada en vivo[7]. En este punto, no interesa ya si la gente aplaude o no aplaude; lo relevante es que ha sido “testigo” presencial de un suceso y que está dispuesto a “declarar” lo que ocurrió ante cualquier otro semejante. Para decirlo con las palabras de Gómez Peña:

“Esta fascinación por el performance en vivo también está conectada a la poderosa mitología del artista de performance como antihéroe y encarnación de la contracultura de su tiempo. A nuestros públicos no les importa realmente que Annie Sprinkle no sea una actriz preparada ni que Ema Villanueva o La Congelada de Uva no sean bailarinas entrenadas. Los públicos asisten al performance precisamente para ser testigos de nuestra experiencia única, y no para aplaudir nuestro virtuosismo.”[8]

Acción y documento: fotografía, video, pintura

Una acción performática sólo se “contiene” a si misma en cuanto hecho contingente, sometido a coordenadas espacio temporales. Más allá de esos límites, debe buscar estrategias de registro documental en otros soportes que, si bien no permiten la reproducción exacta el acontecimiento, pueden funcionar como testimonio de lo ocurrido[9] y, en casos excepcionales, alcanzar una relativa independencia respecto al evento que le sirve de punto de partida. Entre los principales dispositivos de documentación referidos a las propuestas accionales se encuentran la fotografía y el video, además del uso de fragmentos objetuales y apuntes preliminares como “evidencias” parciales asociadas al suceso en cuestión.

Por supuesto, cada uno de los medios señalados tiene sus bondades y sus límites. La fotografía permite la fijación instantánea (a veces secuencial), mientras el video garantiza su prolongación virtual de la duración. Caso singular es el de la pintura concebida como “huella” gestual, vestigio inerte de un proceso, como se advierte en algunas proposiciones del expresionismo abstracto americano de Pollock a Hartung. Igualmente, en la categoría de documentos excepcionales de una acción, se encuentran los cascos y bastones electrónicos empleados por Kristoff Wodikszko en sus eventos, a sí como los artefactos y dibujos preliminares creados por Rebeca Horn para sus acciones.

Lejos de suponer que las variantes descritas constituyen una tipología fija y definitiva para abordar la cuestión del registro en las acciones performáticas, este comentario toma dichas nociones como un marco general en cuyo contexto se analizarán las propuestas de los artistas venezolanos Alfred Wenemoser, Juan Carlos Rodríguez y Diana López.

 

Alfred Wenemoser: el registro único

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Alfred Wenemoser. Acción de la serie IXI, 2009. Fotografía: Luis Molina-Pantin

La noche del 12 de febrero de 2009 (meses antes de realizarse las performances de Diana López y Juan Carlos Rodríguez que ya hemos comentado), Alfred Wenemoser organizó una sesión fotográfica en vivo en el Galpón G0 de Periférico Caracas con la intervención de un grupo de ejecutivos corporativos y el cuerpo de bomberos del Municipio Sucre. El evento, perteneciente a la serie IXI (Cruce interinstitucional), consistió en suspender a los voluntarios con arneses de salvamento durante unos 30 minutos, mientras se hacían los ajustes pertinentes para el registro fotográfico. Esta vez, no hubo aplausos. Tampoco importa ya, pues ese “algo” que debía hacer el espectador para completar la experiencia quedó suprimido en la fotografía.

La toma única de Wenemoser (hasta ahora inédita), acabó siendo “la obra”, al inmovilizar la dinámica del proceso y toda la ejecutoria precedente, independientemente de que esta involucrase la participación de colaboradores y la presencia del público. Simplemente, el suceder quedó anulado por el efecto perceptivo de la foto construida. Esto, por cierto, viola la condición testimonial del discurso documental al mostrar una escena preelaborada mentalmente, en vez de describir fielmente las incidencias del evento.

Y, sin embargo, la mayor parte de las proposiciones de Wenemoser ocurren frente a una audiencia y suponen la interacción explícita con personas. ¿Qué pasa con la fotografía que no puede mostrar esa otra dimensión? Obviamente el artista trabaja en la zona límite entre la acción y el documento, abstrayendo aquella porción en la que mejor se manifiesta el choque de diversos medios, así como la tensión latente entre mundos de la vida confrontados. Entonces, sus fotografías de eventos no documentan el acontecimiento, sino la idea que lo propicia.

 

Juan Carlos Rodríguez: la escena muda

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Juan Carlos Rodríguez. Teatro de la resistencia, 2009

Una minúscula plataforma de 180 x 180 cm bajo un bombillo incandescente configura una escena desolada. Sobre las tablas hay manchas de chimó y tierra. Esto es todo (o casi todo) lo que sobrevivió a la acción titulada “Teatro de la resistencia N 1” de Juan Carlos Rodríguez. Se esfumó el hombre de la camisa a cuadros y sombrero amplio. Se apagó el recio galope de las alpargatas sobre la tarima. Se evaporaron los aplausos y junto con ellos desapareció también el auditorio. Es decir, se desactivó la lógica del espectáculo y el objeto ganó autonomía sobre la acción, ahora restringida al registro videográfico que se proyecta en otra parte de la sala donde el espectador que no estuvo allí puede contemplar pero no aplaudir.

 

La plataforma muda e inerte quedó como huella objetual del rito inaugural, un testimonio de resistencia simbólica llevado a su expresión minimalista. Es decir, un producto apto para la sofisticada digestión del campo del arte. La figura incómoda del llanero y su joropo sin música no volvió a escena, quedando invisibilizada, de la misma manera que fue extirpada la barbarie del relato moderno.

 

Diana López: yuxtaposición de registros

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Diana López. Pintura de acción en dos tiempos, 2009

“Pintura de acción en dos tiempos” (2009) de Diana López nos coloca ante un caso particular de yuxtaposición de registros: de un lado el video; del otro la pintura y el dibujo. ¿redundancia? ¿hiperventilación documental? En la pintura y los dibujos vemos la huella yaciente de unos cauchos sobre las superficies del encerado y el papel, mientras el video reproduce el proceso que condujo a esos resultados. La reiteración del propósito y la contigüidad de los soportes, intensifican la multifocalidad de la experiencia, dejando al descubierto las asimetrías y desbalances que hay en ese juego de equivalencias imposibles.

Concluido el ritual que desacraliza el momento de ejecución de la obra y develado el misterio de su realización, la mirada queda entrampada entre la impronta fija recogida por la tela o el papel y la consecutividad de la imagen videográfica que retorna, una y otra vez, al momento de la acción. En medio de esa disyunción perceptiva se originan saltos y discontinuidades, de manera que el acontecimiento queda escindido en los múltiples documentos que lo refieren como prolongación virtual de la duración y como huella. Vuelve la percepción a su condición fragmentaria y la obra encuentra no uno sino varios cauces para su recomposición.

 

Mirar o actuar: ¿una querella inútil?

Al parecer, ya no es sostenible la vieja querella entre visualidad y teatralidad. Las complicidades entre ambas disciplinas se han vuelto irreversibles. Sin embargo, de tiempo en tiempo el foco de este conflicto se activa.   Para los dramaturgos vanguardistas -de Brecht a Artaud- “mirar es lo contrario de actuar”, por lo cual había que modificar la relación entre actores y espectadores para que estos últimos se convirtieran en participantes del hecho escénico, en vez de permanecer como observadores pasivos. Una aspiración similar se advierte en las proposiciones del arte corporal donde también se incentiva la movilización del público, aunque guardando una clara distancia respecto al teatro tradicional.

También los protagonistas y voceros del arte moderno intentaron deslindar las artes visuales de cualquier vestigio teatral para afirmar así el territorio de la mirada. Ya desde finales del siglo XVIII Gottold Ephraim Lessing (1729-1781) había intentado establecer los límites de la poesía y la pintura en su célebre Laooconte (1776). Allí afirma que “… La sucesión temporal es el ámbito del poeta, así como el espacio es el ámbito del pintor”. Dicha tentativa supone la ilusoriedad de las también llamadas artes escénicas frente a la instantaneidad perceptiva de las artes espaciales. Por tal motivo –advierte el autor- la “intrusión del pintor en el terreno del poeta [es] algo que el buen gusto no aprobará nunca”.

Variantes de esa idea se encuentran en los escritos de Michael Fried sobre el minimalismo (corriente a la cual le reclama su “cualidad teatral”)[10] y el citado Jacques Rancière, quien desde el lado opuesto analiza las corrientes teatrales de vanguardia que persiguen un teatro sin observadores pasivos. Así como Lessing rechaza la ingerencia de la pintura en la poesía, también Michel Fried le reprocha al minimalismo su “presencia escénica”, posición que no duda en situar en el marco de una querella constante “entre el teatro y la pintura modernista”.

Dos son las cuestiones que nos interesa resaltar de los distintos enfoques comentados: a) la sectorización del universo perceptivo a partir del supuesto de que la acción y la visión están escindidas; b) la creencia de que el que mira no hace nada, mientras el que actúa es quien lideriza la escena. Ante esto, Ranciere sugiere una opción emancipadora que comienza “cuando ignoramos la oposición entre mirar y actuar (…) cuando nos damos cuenta que mirar es también una manera de actuar”. Pero he aquí una nueva disyuntiva: muchos conciben la performance artística como una manera de alterar la rutina e inducir al público a que haga “algo”, pero no todos están seguros de que ese “algo” se resuma en un aplauso.

 

Caracas, junio de 2009

[1] Este análisis se circunscribe a la performance artística, aunque es bueno dejar sentada la existencia de los llamados “performance studies” o “estudios del performance”, los cuales abarcan: “el estudio tanto de las artes escénicas como de fenómenos extra-teatrales que involucran la acción social, cultural y política de los individuos o de un pueblo”. También incluyen “el estudio de objetos en su aspecto performativo: juguetes (Weisz), maniquíes de aparador, instrumentos de tortura, armas de guerra, alimentos”. Cfr. Antonio Prieto. “Los estudios del performance: una propuesta de simulacro crítico”. Publicado en Citru.doc. Cuadernos de investigación teatral, No. 1, Nov. 2005, México, Centro Nacional de Investigación Teatral Rodolfo Usigli (CITRU), CONACULTA, pp. 52-61. Reproducido en: http://performancelogia.blogspot.com/2007/07/los-estudios-del-performance-una.html

[2] Cfr. Guillermo Gómez-Peña. En defensa del arte del performance, 2005 (Traducido del inglés por Silvia Peláez). En: www.pochanostra.com

[3] Cfr. Guillermo Gómez-Peña. En defensa del arte del performance, 2005 (Traducido del inglés por Silvia Peláez). En: www.pochanostra.com

[4] Un efecto diferente fue el que produjo otra acción ocurrida la noche del 12 de febrero de 2009 organizada por Alfred Wenemoser en el propio sitio de las comentadas anteriormente, con el objeto de realizar una fotografía. El evento incorporó a varios voluntarios del público, mientras el resto del auditorio observaba la escena. Al concluir la experiencia, no hubo aplausos.

[5] Cfr, Jacques Rancière. El espectador emancipado. Frankfurt, 2005 (Traducción: Igor de Cuadra). En: http://www.tea-tron.com/societatdoctoralonso/blog/

[6] Debo esta aguda observación al artista Juan Carlos Rodríguez, quien me hizo ver el reduccionismo de la hipótesis comentada.

[7] Consultada sobre el tema del aplauso en las perfomance, la video accionista Argelia Bravo me convidó a hacer una distinción entre los eventos en espacios “controlados” a los que asiste la gente por convocatoria (prensa, tarjetas de invitación, etc.) y aquellos que ocurren de manera imprevista en un sitio no legitimado artísticamente como la calle. En los primeros, el espectador va predispuesto (por el lugar y la oferta); en los segundos, la respuesta del público es espontánea y no siempre induce a un efecto aclamatorio sino de asombro o sorpresa. Según concluye la artista: “La convocatoria ha cambiado la forma de percibir la performance”

[8] Cfr. Guillermo Gómez-Peña. En defensa del arte del performance, 2005 (Traducido del inglés por Silvia Peláez). En: www.pochanostra.com

[9] Cfr. Rodrigo Alonso. Performance, fotografía y video: La dialéctica entre el acto y el registro. CAIA. Arte y Recepción. Buenos Aires: Centro Argentino de Investigadores de Artes. 1997. En: http://www.roalonso.net/es/arte_y_tec/dialectica.php

[10] Cfr. Michael Fried. Arte y objetualidad. Ensayos y reseñas. A. Machado Libros, S.A. Madrid, 2004. p.p. 173-194

 

*Documento cedido por su autor exclusivamente para Tráfico Visual

 

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