Site icon Trafico Visual

Juan Iribarren: Long Island City Small Atlas # 2

Por Sandra Pinardi

La palabra Atlas, al relacionarse con las artes visuales remite inmediatamente a ese amplio espacio de investigación teórica y práctica, que se ha abierto en la escena contemporánea, a raíz de la recuperación del Bilderatlas Mnemosyne de Aby Warburg, y de los variados desplazamientos interpretativos que ese proyecto ha tenido en distintos pensadores, especialmente en George Didi-Huberman. Este espacio de indagación, en la mayor parte de los casos, apunta hacia una reconfiguración de las disciplinas relacionadas con la imagen visual en todas sus formulaciones, en virtud de la que es posible transformar sus lógicas de comprensión e interpretación, a partir del establecimiento de vínculos extraordinarios, imprevistos e incidentales entre las imágenes: ya sea de unas con otras, o de ellas con respecto a la realidad y las cosas que imaginan. Los Atlas, entendidos como operaciones en y con la imagen, se encuentran siempre a medio camino entre la representación: los espacios puros y propios de la imaginación, y el registro: los lugares materiales propios de la práctica, del hacer en el mundo, por ello, transitan tanto por elementos formales como por planteamientos antropológicos. De allí que Warburg describiera su labor como una “iconografía de los intervalos”, es decir, como un examen de aquello que acontece en los plexos relacionales que las imágenes instauran o trazan.



Esta investigación se ha dado principalmente en términos teóricos, como un esfuerzo de reajuste interpretativo, sin embargo, en Long Island City Small Atlas # 2, la exposición que presenta Juan Iribarren en Carmen Araujo Arte, esta indagación visual es eminentemente práctica, es del hacer, está elaborada con imágenes que dicen de –o que examinan- imágenes: dibujos y fotografías que exploran la pintura, lo pictórico, en la red de conexiones que su aparición genera, crea y proyecta. En efecto, es un Atlas que reconfigura gráficamente “una geografía de lo pictórico” en dos de sus lugares limítrofes, en dos intervalos: en el dibujo, el momento ideal o puro de una figuración a partir de elementos simples, en su esencialidad formal o estructural; y en la fotografía, el momento de su re-inscripción en el mundo, cuando siendo objeto e imagen ya elaborada se restituye a las cosas, para cumplirse y concretarse en una pintura: el punctum silencioso que señala su origen y destino. Una geografía de la pintura que va desde el dibujo a la fotografía, desde un complejo esquema reticular de líneas, borraduras y planos blancos, a un meticuloso juego de volúmenes, luces y sombras. Una geografía que concentra y contiene una de las más dinámicas dialécticas de lo visual, aquella que se desplaza y se tensa entre la forma –la mirada y sus esquemas organizativos- y los cuerpos –el “estar” y sus propiedades: masa, contextura, magnitud, firmeza-.

 

En los dibujos, hechos de líneas de diverso grosor y tonalidad que se entrecruzan poblando el plano de formas insinuadas, Juan Iribarren hace evidente su modo particular de figurar y observar el mundo, de configurarlo como imagen, hace evidente el recorrido íntimo, silencioso y secreto que sigue su imaginar. Líneas, borraduras y planos blancos reservados, operan como señas y apuntes para dar cuenta de un momento reflexivo de la pintura, en el que la forma es sugerida y el color es únicamente potencia engranada entre grises, y en el que lo corporal cede su espacio a un imaginar abstracto, un imaginar fundante que se manifiesta como movimiento y sensualidad, como despliegue subjetivo. En las fotografías, por su parte, Juan Iribarren duplica abismal y meditativamente el modo de ser propio de la pintura: su deuda con la luz y la sombra, su figuración quimérica y fantasmal, su presencia inaprehensible. En ellas las formas sólidas y contundentes se crean a partir de un juego de luces y sombras, y del registro de esa materialidad ineludible que son los cuadros ubicados en el mismo espacio del que son expresión y traducción. Estas fotografías son, en sí mismas, un doblez de las pinturas que capturan, son el secuestro del instante en el que éstas –las pinturas- se dan como espacio y lugar, como situación, como emplazamiento y contexto. En la fotografía, Juan Iribarren atrapa imágenes imposibles, imágenes evanescentes, imágenes instantáneas siempre a punto de desaparecer, y justamente por eso, trata en ellas explícitamente los problemas de la presencia y los secretos del imaginar: la magia que logra que la abstracción –la idealidad- se convierta en corporalidad, que lo geométrico se permee de sensualidad haciéndose mundo y lugar específico, que las yuxtaposiciones y contigüidades lumínicas construyan espacios y estructuras inexistentes.

 

En este Atlas de la “geografía de lo pictórico”, la pintura confronta su condición esencial, y lo hace exponiéndose en dos modos de expresión (dibujo y fotografía) que operan como su frontera, pero también como una situación originaria en la que la pintura puede entrever sus propios cambios, perdidas y restituciones. Mientras que con el dibujo, sutil y dúctil, se ejercita y manifiesta de manera afirmativa la condición artificiosa y subjetiva de lo pictórico, con la fotografía, recia y compacta, se ejercita y manifiesta la pertenencia de lo pictórico a la materialidad de la experiencia, a los cuerpos. Ambas indican un margen, un confín, y lo pictórico es justamente la imagen elusiva que transita, o se inscribe, entre el proyectar artificioso y la materialidad indómita: esa imagen esquiva que se encarna en la pintura que completa tanto la sala de exposición como el recorrido que este Atlas incita.

 

Por otra parte, uno podría pensar que este Atlas, esta reconfiguración puramente visual, atiende a la pintura en su despliegue lógico, trazando para ella una “premisa” asentada en el dibujo y una “derivación” registrada en la fotografía; o podría pensar que relata un ejercicio arquitectónico que discurre entre el plano –el diseño, el esqueleto lineal- y la presencia –la aparición, el fantasma-; o podría pensar que narra dos vivencias, la del apunte en la que el ojo se hace mano para darse como dibujo e idealidad, y la del registro en la que el ojo se hace encuadre para darse como instante detenido e imagen imposible. Además de todas estos tránsitos, la referencia a Long Island City abre un conjunto de relaciones que exceden, desplazan y transforman la “geografía de lo pictórico”, al cimentar o incrustar estos ejercicios en vivencias, observaciones, miradas, lugares y momentos concretos. Long Island City, no sólo es el lugar del taller en el que todas estas obras se realizan, el lugar de la observación detallada, es la propietaria de esa luz y de esos movimientos lumínicos que construyen sus fotografías y dan lugar a sus cuadros, sino que es también un lugar de transformaciones, de cambios, que pasó de ser un centro industrial a ser una ciudad que concentra gran cantidad de instituciones dedicadas al arte y talleres de artistas.

La “geografía de lo pictórico” que este Atlas concentra, que se manifiesta en un atento y reflexivo reconocimiento de lo que acontece en dos de sus intervalos o fronteras, atiende a una vocación artística que se ubica en los territorios de la pertenencia, que se da como compañía continua, que se concentra en lo cercano del ver y del recorrido, que comercia con la experiencia, pero sobre todo que se dice en imágenes.

Sandra Pinardi

Agosto 2016

 

Long Island City Small Atlas # 2
Juan Iribarren
Octubre-Noviembre 2016
Carmen Araujo Arte
Caracas, Venezuela

 

Texto e imágenes cortesía de Oriana Hernández

 

Exit mobile version