Museos de película* Por Félix Suazo

Banda aparte. Fuente: https://www.pinterest.com.mx/pin/550072541957564116/

 

La controversia sobre los museos no ha cesado aún y quizá nunca termine. Sin embargo, no vamos a encarar frontalmente este asunto. Por el contrario, en estas reflexiones nos proponemos abordar algunas producciones cinematográficas donde el recinto museal aparece como escenario de historias de acción, misterio, horror, intriga y persecución. A fin de cuentas, las películas suelen tener más público que el museo, además de una influencia creciente en la modelación del imaginario de las audiencias. 

Entre la amplia lista de cintas que incursionan en esta temática hay algunas muy significativas como Bande à part (Band of outsiders / Banda Aparte, Francia, 1964), Dressed to kill (EE.UU., 1980), The Thomas Crown Affair (El caso de Thomas Crown, EE.UU., 1999),  La máscara del faraón. Belphégor. El fantasma del Louvre (Francia, 2001),  Russian Ark (Rusia, 2002), Match Point (La Provocación, Reino Unido, 2005), Nigh at the museum (Una noche en el museo, EE.UU., 2006), El código Da Vinci (EE.UU., 2006), The International (El internacional, EE.UU., 2009) y The Square (Suecia, 2017).

Las producciones señaladas ofrecen –cada una a su modo- una idea del museo muy distinta a la que plantean los especialistas, aunque mucho más vital y digerible por los espectadores. En los comentarios que siguen, nos proponemos trazar una “óptica cruzada” respecto a estas dos percepciones –la promovida por los estrategas de la ficción y la que sostienen los museólogos– acaso con la intención de replantear el debate que desde hace algunos años se desarrolla sobre estas instituciones patrimoniales.

 
Cine y museo: el estatuto de la mirada

The Square. Fuente: https://miradasdecine.es/2017/10/the-square-ruben-ostlund.html

 

El museo y el cine desencadenan una avidez similar por la contemplación, aun cuando entre ellas existe una clara distinción fenomenológica que define el estatuto de la mirada en cada caso. En el museo ver significa recorrer o transitar espacios con la promesa de que en cada recodo nos espera un hallazgo. En el cine, en cambio, la percepción está regida por un principio sedentario que contradice la movilidad de las imágenes en la pantalla, obligando a los espectadores a permanecer en su butaca. Queda claro: el cine no es el museo, a menos que esa indetenible sucesión de cuadros se nos antoje como depósito de formas en movimiento, acaso una proyección virtual (o animada) del Museo imaginario de Malraux.

Pues bien, cuando el relato cinematográfico se refiere al museo, a sus espacios o a las relaciones que allí se manifiestan entre los objetos y las personas, lo que se está mostrando es una idea del museo como escenario de la cultura moderna y contemporánea. Una idea que generalmente es más poderosa e influyente que la práctica real y cotidiana  del museo. Es decir, la percepción cinematográfica, más que enriquecer o ampliar la noción que se tiene de la institución museal, lo que hace constantemente es reforzar la visión canónica y no siempre estimulante de un recinto lleno de solemnidad, dentro del cual se tejen y esconden historias sórdidas. Así, los museos de las películas son el lugar perfecto para perpetrar los crímenes más horrendos (El código Da Vinci)  o los robos más espectaculares (El caso de Tomás Crown); para experimentar aventuras inverosímiles (Una noche en el Museo) y paseos vacuos (Mach Point). Y no es que estas cosas no sucedan en los museos reales sino que desvirtúan el significado y la función de los mismos, negando tácitamente el valor histórico, estético y cultural de los sitios de memoria.

De esta manera, lo espectacular adquiere mayor relevancia y atractivo que un cuadro, una estatua o una pieza arqueológica. Desde la pantalla cinematográfica, la ficción se impone a la historia y la acción al objeto. Claro que esto tiene su origen en una dificultad ampliamente conocida y asociada con la frágil popularidad de los museos. Salvo los contingentes de turistas y escolares que pernoctan casi de forma obligatoria en estos espacios, nadie sabe para qué sirven los museos  lo cual se presta para toda clase de especulaciones como esas que a menudo afloran en las películas.

También es cierto que entre tanta fantasía se transparentan algunos rasgos de la institución museal como las relaciones de poder, el mundo del coleccionismo, el problema del público, las exigencias de seguridad y protección del patrimonio, entre otras. Pero lo que hace fascinante la puesta en escena cinematográfica de todo este complejo andamiaje  es la posibilidad de transgredir sus reglas o de subvertir los controles como lo hacen algunos personajes. Es decir, todo lo que hay en el museo  -objetos, documentos, obras de arte, especímenes, etc – es en realidad, el decorado para una acción que no se detiene  ni se limita a los sagrados principios de la institución museal.  Nadie busca en realidad la “iluminación”  que dice promover el museo sino, antes bien, la resolución de su propio drama: el policía busca al homicida o al ladrón, el oportunista a su amante y el vanidoso mecenas su trascendencia. Detectives, iconoclastas, corredores de seguro, banqueros y políticos se mezclan furtivamente entre el público del museo, propiciando una serie de relaciones paralelas a las que habitualmente ocurren en estas instituciones. De esta manera, el cine logra esa fuerte permeabilidad social que el museo no consigue de manera espontánea. Por así decirlo, el llamado séptimo arte intensifica esa ilusión de cotidianidad, de espacio familiar, que el museo se esfuerza por alcanzar. 

El Louvre y la Tate Modern, verdaderos emporios de la renovación museal, son dos de las instituciones que han prestado sus espacios para el rodaje de publicitadas producciones cinematográficas[1]. En ambos casos se trata de recintos espectacularmente reacomodados para recibir mayor cantidad de público y, sobre todo, refrescar su imagen como templos del consumo cultural.  No es raro entonces que su aparición en el cine destile tanta curiosidad entre los espectadores (aunque muchos de estos nunca hayan visitado un museo). Y es que en el cine, el museo logra proyectarse en “pantalla grande” y tocar las retinas incrédulas del “gran público”, lo cual constituye una alternativa muy ventajosa[2] y de alcance global. 

Más allá de  la “nueva museología” y sus programas formativos, pareciera que es el cine quien le da vida al museo, aunque esa reanimación no sea exactamente la misma que esperan los curadores, conservadores, educadores y demás especialistas. Sí, porque sólo en las películas la gente puede correr durante nueve minutos en una sala repleta de cuadros, enamorarse frente una obra o morir bajo un lienzo. Sólo en las películas los objetos, momias y especímenes pueden re-vivir y relacionarse de una manera que el visitante no sospecha mientras los contempla inertes en su vitrina.  

Mientras tanto, los museos reales siguen ensayando estrategias para la captación de público: ampliaciones físicas, ajustes de tarifas, incorporación de nuevas tecnologías, aprovechamiento de técnicas publicitarias, diversificación de servicios, introducción de nuevos dispositivos didácticos, etc.- . Pero además de esto, los museos ensayan ahora técnicas de ficción que parecen salidas de alguna película hecha en Hollywood, tal como lo ha intentado el Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, España, con la exposición “Asesinato en el Museo” (2008). El visitante es convocado a investigar la supuesta muerte del director quien ha aparecido muerto en su despacho. Bajo este pretexto, durante el recorrido por la muestra se practican y revelan diferentes técnicas criminológicas  como la balística, la odontología forense, el análisis de huellas dactilares y el estudio de muestras de ADN[3]. En este punto, el museo utiliza la ficción con el propósito de instruir, haciendo que cada espectador pueda vivir su propia aventura como los héroes cinematográficos.  

 

Corriendo en el museo

Banda aparte. Fuente: https://www.alohacriticon.com/cine/criticas-peliculas/banda-aparte-bande-a-part-1964-de-jean-luc-godard/

 

Entre julio y noviembre de 2008, el artista escocés Martín Creed (1968) desarrolló una controvertida propuesta creativa titulada Work No. 850, consistente en una carrera de 86 metros por el corredor de estatuas neoclásicas de la Galería Duveen en la Tate Britain en la que participaron amateurs y empleados del museo. Los medios de comunicación impresos y electrónicos divulgaron la noticia, acompañada de comentarios e imágenes espectaculares. Eso de correr por uno de los más influyentes y reverenciados templos del arte mundial alterando el sosegado ritual de la contemplación, constituye un gesto de irreverencia calculada que plantea una serie de interrogantes en torno a la definición del arte y el papel de los museos como espacios de trascendencia.

Sin embargo, la idea de Creed estaba ya prefigurada en una memorable secuencia del filme Banda aparte (1964) dirigido por Jean Luc Godard. En aquella película un trío de jóvenes atraviesa corriendo la Gran Galería del Louvre ante la mirada perpleja de espectadores y vigilantes. Después de eso, la escena se ha repetido con variantes más o menos importantes en otras cintas donde el recinto museal tiene una significativa presencia. Corre el público espantado frente al peligro de un siniestro (El caso de Tomás Crown),  corren los oficiales de seguridad perseguidos por criaturas prehistóricas (Una noche en el museo) y corren los conservadores ante la amenaza de un homicida (El Código Da Vinci). Y en esa estampida maratónica que de vez en vez se aprecia en los museos de las películas, sólo faltan los artistas para tomar el relevo hasta el próximo tramo.  La propuesta de Creed –articulada desde una posición desestabilizadora  y enmarcada en los límites mismos de los mecanismos de regulación institucional– cuestiona el sentido y las condiciones de recepción en el museo.

Paradójicamente, correr entre cuadros, estatuas y objetos museales en vez de detenerse a mirarlos, pone al descubierto la lenta temporalidad del museo. Entonces, correr puede interpretarse como un divertimento o como una pulsión de escape. En cualquiera de los dos casos, se trata de una carrera contra la muerte que acecha tras los muros del museo, entre marcos, vitrinas y pedestales. Para no fallecer en el intento aún antes de haberlo visto todo,  el público ha de convertirse en atleta y el arte en trofeo.  

 

El arca rusa: un intruso en el museo

El arca rusa. Fuente: http://laescaleradeiakob.blogspot.com/2014/12/el-arca-rusa.html

 

Entre todos los “museos de película” que conforman la cinematografía mundial, corresponde al Hermitage, antiguo palacio de invierno de Pedro el Grande en San Petersburgo, la exploración más excepcional en torno al significado patrimonial de los tesoros artísticos y culturales. Hablamos del film El arca rusa (Russian Ark, 2002) del director Aleksandr Sokúrov, quien en 90 minutos, hace un recorrido sin cortes por las salas de este importante museo, de la mano de un extraño personaje venido de otra época y otro lugar. El sujeto escruta despiadadamente las colecciones en exhibición, confronta a los visitantes, se mezcla con la nobleza de otras épocas, cuestiona el nacionalismo e incómoda a los celadores del museo. En algún momento afirma reflexivamente que todo el mundo cree conocer el futuro pero todos olvidan el pasado.

Por allí desfilan reinas, zares, embajadores y escritores que parecen no percatarse de la presencia del intruso. Pintura, bailes, banquetes y música se mezclan a lo largo del curioso periplo que en realidad se presenta como un viaje en el tiempo, flanqueado por los muros de esa inusitada “arca” llamada museo. Allí, lo que ya ha fenecido cobra vida en la sofisticada referencialidad de las pinturas, esculturas, muebles y ornamentos delicadamente conservados. Obras de El Greco, Goya, Canova, etc -pura “carne” según el intruso- , es decir, una procesión de criaturas tiesas, disecadas en telas y mármoles, para el deleite de ociosos y conocedores. El personal, todos guantes en mano, vigilan, abren y cierran puertas, jadean y desaparecen[4].

El Museo –cuyo patrimonio asciende a más de 60.000 obras– está poblado de reminiscencias pasadas e interrogantes actuales. El Museo “flota” en un “mar” de tiempo con su preciosa carga de objetos, personas y relatos. El esplendor del lujo se alterna con zonas tenebrosas y premoniciones desastrosas. En el Hermitage de El arca rusa todos los tiempos se confunden, colisionan entre si; las miradas y las interpretaciones conviven no sin fricción, las colecciones funcionan como diagrama del devenir, la puerta sensible que activa la memoria. Todo eso conduce a la pregunta esencial del filme, esa que se hacen continuamente el director y su extraño personaje, ambos enfrascados en saber por qué están allí, en el Museo. Perdidos como están, no alcanzan a descifrar la razón por la cual deambulan por las salas en busca de algo que no se deja definir.

 
¿Hay fantasmas en el Louvre?

El código da Vinci. Fotograma

 

A pesar de la trama de misterio y horror sobre la cual se estructuran cintas como La máscara del Faraón. Belphégor. El fantasma del Louvre y el Código Da Vinci, en el museo del Louvre no hay fantasmas sino muchísima ansiedad entre el personal, provocada por el creciente número de espectadores. De hecho, los trabajadores del museo pidieron un aumento de sueldo en el 2007, alegando que “el elevado número de visitantes causa enorme estrés”[5]

De manera que, los peligros que amenazan al museo nada tienen que ver con aparecidos y fantasmas que arrastran sus pies entre sarcófagos y vitrinas, sino con el tropel de curiosos, estudiantes y conocedores que inundan las salas de exposición, pugnando por verlo todo, sin dejar de hacerse la foto de rigor frente a la Mona Lisa o al lado de la Venus de Milo. Baste con señalar que el Louvre recibe un promedio anual de 8 millones de visitantes, cifra que en los días de mayor afluencia promedia las 65.000 personas.

Sin embargo, el mito del museo como lugar de misterios e intrigas sigue teniendo un efecto poderoso sobre la imaginación popular, razón por la cual es aprovechado para promocionar muchas exposiciones y publicaciones, cuando no para incentivar la industria turística[6] o atraer la atención de quienes gustan de las emociones fuertes.

 

Mach Point: ¿amor en el museo?

Match Point. Fotograma

 

El triángulo sentimental que viven los protagonistas de Mach Point en una de sus visitas a la Tate Modern de Londres no es sólo ficción. Un estudio publicado por la revista Museum and Galleries Month reveló que los británicos consideran a los museos y galerías de arte como “los mejores lugares para enamorarse”, señalando al Victoria and Albert Museum como el sitio más romántico[7].

Ante esta insólita revelación, es oportuno advertir que los “romances de museo” en el cine son siempre exóticos, como el que sostienen el oportunista y su amante americana en Mach Point en medio de pinturas monumentales y rótulos que sugieren “no tocar” o el affair que se manifiesta entre el millonario Tomás Crown y la investigadora de seguros, mientras aquel planifica sus fechorías y esta lo persigue. 

Claro que no sólo los ingleses y los personajes cinematográficos prefieren enamorarse  en el museo. En 2006 J.D. Fuller, un estudiante de 22 años, depositó un anillo de compromiso y una tarjeta sobre un pedestal en el Museo de Arte y Ciencia de Daytona Beach (Estados Unidos), con el objeto de pedirle matrimonio a su novia Baxter Nichols, quien asintió emocionada ante semejante demostración de amor[8].

Por lo visto, en el museo hay lugar para todo; incluso para almacenar y exhibir los objetos del despecho, tal como sucede con el Museo de las Relaciones Rotas, creado en Zagreb (Croacia) en el 2006 por Olinka Vištica y Drazen Grubišic. Allí se pueden apreciar el “ hacha que utilizó Manuela Kay para destruir sus recuerdos”, el “vestido de novia de Susanne Schickl”, la “pierna ortopédica que perteneció a un veterano de guerra de Croacia que se enamoró infructuosamente de su enfermera”, “una rosa congelada” y el “par de esposas cubiertas con una tela de color rosa que formaban parte del arsenal erótico de una pareja”[9], además de cartas, ositos de peluche y diferentes regalos recibidos como prueba de amor[10].

No se puede negar que el preludio nupcial acaecido en el Museo de Arte y Ciencia de Daytona Beach y la creación del Museo de las Relaciones Rotas en Zagreb,  desafían la espectacularidad de los romances de película y contradicen la solemnidad de los museos tradicionales. Aquí se confunden la ficción y la realidad y se resquebraja el límite entre lo cursi y lo trascendente. 

 

Vestida para matar (más sobre el deseo y la muerte)

Vestida para matar. Fotograma

 

El museo puede ser también un lugar sórdido, escenario de historias oscuras y de deseos sin culpa. En Vestida para matar (Dressed to kill, Brian De Palma, 1980), parte de la trama se desarrolla en el Metropolitan Museum de Nueva York, donde una mujer insatisfecha flirtea con un extraño. Lo busca en las salas, lo persigue en los pasillos, mientras recibe la mirada ciega de los cuadros en las paredes. La dama mira en todas direcciones, el desconocido pasa detrás sin ser visto, al tiempo que los visitantes, indiferentes a la trama, persisten en la rutina de mirar los cuadros. Entre tanto, la mujer mira sin ver, ajena a las obras que reclaman la atención de los visitantes, como si el museo no fuera más que un decorado inerte mientras las cosas relevantes de la vida ocurren. La intriga continúa de la misma forma que se incrementa la tensión erótica, centrada en el juego de miradas y ocultamientos.  Todo esto ocurre en un lugar público y, sin embargo, tan íntimo. Un verdadero juego de seducción que culmina con una escapada en auto a la salida del museo y una muerte posterior.

 
Las “joyas” del museo y sus “amantes” furtivos

El caso de Tomás Crown. Fotograma

 

Robar un museo no es un asunto fácil pues son muchos los sistemas de vigilancia y control administrativo que hay que sortear: planillas de ingreso, firmas autorizadas, alarmas, cámaras, etc. Aún así, los ladrones de El caso de Tomás Crown se las ingenian para penetrar en los depósitos del museo en el vientre de un caballo (¿de Troya?) y luego uniformarse como el personal de la institución para sustraer un valioso Monet. Entre tanto, el artífice del plan ha concebido una sofisticada y extravagante estrategia –incluyendo la intervención de una excelente falsificadora– para borrar las pistas del delito. Cosas como esas, también ocurren en la realidad, excepto por el encantador “final  de película” donde el perpetrador del hurto devuelve el cuadro robado sin ser descubierto.

Algunas de las obras sustraídas de los museos reales sólo aparecen después de una ardua persecución policial como ocurrió con la Odalisca con pantalón rojo de Henry Matisse perteneciente al Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, sustraída de la institución en 2002 y recobrada en la Florida, Estados Unidos, en 2012. Otras son recuperadas con daños sensibles como fue el caso de tres de las obras de Van Gogh que fueron robadas del Museo de Amsterdam en 1991.

Volviendo a la película El caso de Tomás Crown, lo interesante es que el robo al museo se presenta como una variante refinada del asalto a un banco. Por cierto, es bueno recordar que este film no es más que un remake de otro facturado en 1968 y protagonizado por Steve McQueen, cuyo personaje planifica desvalijar una entidad financiera y luego evadirse a Brasil. La analogía entre el museo y el banco no es nada descabellada si se tiene en cuenta que ambas instituciones funcionan como garantes y reguladoras del proceso de circulación del valor.  Por supuesto, el “valor” que custodia el museo tiene dos caras como cualquier moneda: de un lado la relevancia estética de las piezas; del otro el exorbitante precio alcanzado por muchas de ellas en el mercado del arte. Esto ha hecho que ciertas obras de arte se hayan convertido en un bien doblemente apetecible, pues además de ser excepcionales, su tenencia puede reportar una jugosa plusvalía económica.

 

The Square: “más vale tener un seguro y no necesitarlo …”

The Square. Fuente: https://miradasdecine.es/2017/10/the-square-ruben-ostlund.html

 

Los museos de arte contemporáneo tienen los mismos requerimientos que los tradicionales, solo que en lugar de resguardar pinturas, esculturas, objetos o especímenes tan antiguos como delicados deben garantizar la seguridad y perpetuación de artefactos insólitos, desde  excrementos hasta materiales desechados de cualquier origen. Estos también han de ser tratados como “joyas” excepcionales. En The Square (2017), film sueco dirigido por Ruben Östlund, asistimos a una de las situaciones donde el cuidado material de la obra llega a un punto delirante cuando el director del museo debe buscar una solución para restablecer la apariencia de una instalación hecha con tierra, luego de que un empleado de limpieza modificara accidentalmente algunas partes del trabajo. Su alternativa era llamar al seguro asumiendo la responsabilidad  por el daño o corregir discretamente dicha alteración para evitar el cargo.

Nada fuera de lo normal en la dinámica del museo, excepto el hecho de que los costos de aseguramiento por daños materiales de una obra de arte suelen alcanzar montos exorbitantes, aunque solo se trate de tierra amontonada. Exigencias cómo estas, van de la mano con los recursos económicos, a veces exiguos, de los que disponen las instituciones museales, lo que conlleva a toda clase de malabares para conseguirlos, como se refiere irónicamente en diversos pasajes del filme que también reseña las incómodas deferencias que se le dispensan a los benefactores, los cocteles de apertura donde el menú es más importante que las obras y las campañas de comunicación en las que prevalece lo espectacular sobre los contenidos artísticos. Todos esos son gastos que se suman al inconmensurable propósito de sostener a flote un museo, especialmente si es de arte contemporáneo.

En medio de esa lucha por la sobrevivencia “las compañías de seguros, se llevan un porcentaje de las pólizas que los museos han de pagar por las obras”[11]. Al respecto, baste con señalar a modo de ejemplo que el valor de seguro de las casi noventa obras presentadas en la exposición Francis Bacon: de Picasso a Velázquez en el Museo Guggenheim de Bilbao en 2016 rebasaba los 1000 millones de euros, muchos más que los 700 millones de la muestra del V centenario de la muerte de El Bosco en el Prado en 2016 y los 500 millones correspondientes a este rubro en la exhibición de Renoir en el Thyssen en 2017 [12]. Claro que en algunas ocasiones, es el estado y no el sector privado quien aporta la garantía de estas sumas cuantiosas en caso de algún siniestro[13]

¿Cómo no angustiarse entonces cuando un accidente en el museo reclama la presencia de la aseguradora?. Sólo hay que ver a Rene Russo interpretando a una investigadora de seguros de arte en la citada película El caso de Thomas Crown, para imaginar cuan escabroso puede ser el proceso de determinar las causas y establecer las responsabilidades, antes de que la agencia decida pagar algún daño. Aun así, nadie en los museos de hoy se arriesga a no disponer de un seguro de obras, ante la posibilidad de tener que necesitarlo y no tenerlo.

 
Una noche en el “museo imaginario”

Una noche en el museo. Fotograma del tráiler

 

Ya André Malraux en su Museo imaginario había señalado la promiscuidad histórica y taxonómica de las colecciones museales, al referirse a esa suerte de convivencia “natural” de objetos, documentos o especimenes de diferentes épocas y lugares en un mismo espacio.  La interacción de una momia egipcia, una pintura bizantina, un relieve prehistórico sobre marfil y una escultura moderna genera una sensación de continuidad y coherencia, que en realidad es absurda, dadas las diferencias funcionales, técnicas y culturales que se desprenden de su respectivo origen.  No obstante, la arbitrariedad de estos supuestos, se revela de manera cómica en la película  Night at the museum (Una noche en el museo), dirigida por Shawn Levy y protagonizada por Ben Stiller en 2006.

El film se articula a partir de las peripecias de un guardia de seguridad nocturna en un Museo de Ciencias Naturales donde al caer la noche los personajes y especímenes cobran vida. Dinosaurios, elefantes, leones, monos y personalidades históricas como Cristóbal Colón, Octavio, Teodoro Roosevelt y el intrépido Atila, entre otros, interactúan animadamente. Aquí la historia se convierte en comedia.  Durante el día, todo trascurre normalmente pero al anochecer, esa aparente armonía se rompe, revelando la arbitrariedad temporal y geográfica del museo. Allí suceden cosas asombrosas: los romanos y los vaqueros sostienen intensas disputas territoriales, la estatua de la isla de pascua masca chicle, el dinosaurio se divierte jugando con un hueso, etc. Los pedestales y vitrinas se transforman en territorios conflictivos, mientras las piezas –devenidas criaturas animadas– intentan zafarse de su pulcro cautiverio.

El museo que custodia el protagonista se revela entonces como una entidad hermética, encapsulada en un edificio monumental de estilo neoclásico. Sus salas y corredores siempre están en penumbra, con iluminación artificial dispuesta teatralmente. Entre el personal del museo se distinguen el director –sujeto histérico y autoritario- y la guía de sala –una joven aplicada que se dedica a comentar el significado de las estatuas de cera y los dioramas a grupos de niños.  Las imágenes del film enfatizan en la idea del museo como un lugar solemne, aburrido y lleno de intrigas, cuyos “tesoros” siempre están expuestos a la rapacidad de ladrones furtivos.

Otro de los puntos críticos de este museo –compartido por todos los establecimientos de este tipo en la “vida real”– es su relación con el público. De hecho, uno de los guardas se lamenta de que las figuras de cera que exhibe la institución ya no interesan a los niños. Ya al final de la película un enjambre de visitantes aparece en el museo después de que los noticiarios televisivos reportan cosas insólitas  como huellas de tiranosaurios en la nieve que conducen hasta el recinto y un puñado de neardentales con antorchas en la cornisa del edificio. Este es el punto en el que el museo se transforma en espectáculo, acaso la solución  que algunos promueven (y que otros rechazan) para recuperar el aura de estas viejas y pesadas instituciones.

 

Los museos son peligrosos

El internacional. Fotograma

 

A veces parece que en los museos “no pasa nada”, dada su apariencia tranquila y parsimoniosa. Esta sensación arroja la creencia de que estos son sitios seguros, para pasarla sin contratiempos ni sobresaltos. Sin embargo, no siempre es así. Los museos de película pueden ser muy peligrosos cuando se utilizan como locaciones para filmes de aventura e intriga. En la cinta The International (El internacional, 2009), Clive Owen asume el rol de un agente de la Interpol que persigue a unos criminales y se enfrenta a ellos en las propias salas del Guggenheim  de Nueva York, dejando una secuela de espectacular violencia.

En una de las escenas culminantes del filme, el protagonista cruza el umbral del museo. La cámara gira a sus espaldas y se alza siguiendo el ritmo de las rampas circulares, indiferente a las video-proyecciones que se exhiben. Cruce de miradas entre láminas transparentes e imágenes. Dos sujetos conversan frente a una obra en tono confidencial. De pronto se altera la tranquilidad contemplativa que reinaba en el lugar y las obras saltan por el aire en medio de los disparos. La gente huye aterrada y los muros de las rampas sirven de trincheras en medio del tiroteo. Algunos caen heridos y otros mueren. En el momento decisivo, el héroe apunta su arma hacia la cúpula de vidrio y esta cae sobre los malhechores, dejando oportunidad para el escape, mientras se escuchan las sirenas policiales.

Cosas como estas, no sólo pasan en las películas. En 2007 un artefacto explosivo fue detonado en el Museo de Miranda, Venezuela, destruyendo parte de la edificación. Aunque no hubo pérdidas humanas que lamentar, el hecho produjo un serio perjuicio patrimonial que a la fecha de hoy no ha sido esclarecido. Para Rolando Carmona, fundador y ex director de la institución “… la vetusta casona volvió a ser ruina, exactamente frente a los ojos del mismo poder regional y  de la ciudad, pareciera que este nuevo vacío no es perceptible por nadie, ni a  los defensores del patrimonio edificado, ni a la comunidad artística le interesa recordar o pronunciarse, solamente se esfumó y ya, mientras la Dirección de Cultura del estado Miranda sigue gastando los recursos en promover su concepción folclórica y provinciana de cultura, negada a la producción de sus creadores …”[14].  Lo que irrita de este hecho es que los culpables no han sido desenmascarados ni castigados, a diferencia de los “museos de película” donde casi siempre los irregulares son combatidos por la ley y los cuerpos de seguridad.

 
Los “museos reales” en Venezuela: The End

Finalmente, la cinematografía de ficción ha hecho del museo un tropos universal donde el mundo de los objetos patrimoniales recobra una vitalidad irreal, aunque presuntamente deseable para algunos. Allí se opera la comunión espectacular del pasado y la cotidianidad, tal como lo han preconizado los artífices de la llamada Nueva Museología. Tales ocurrencias han conseguido traer a la escena algunas nociones de gran significación que, si bien no agotan la compleja dinámica que rige estos establecimientos, por lo menos dejan ver –aunque sea de soslayo- ciertos aspectos de su funcionamiento y alcance público. Entre tanto, los museos  “reales” se enfrentan al dilema de cómo incrementar la afluencia de visitantes sin lesionar o distorsionar su misión formativa y patrimonial. Pero hagan lo que hagan, esos “paquidermos de concreto” que llevan el vientre cargado de reliquias, aún deben conjurar el estigma del museo como mausoleo, cosa en la que los museos de película llevan las de ganar.

Llegado a este punto debo confesar que escribir sobre los museos de película, abstrayéndose de la situación “real” que atraviesan estas instituciones, es una idea extravagante; sobre todo en un país como Venezuela donde la red museística ha sufrido los efectos de una política cultural errada, que desde 1998 se ha traducido en insuficiencia de recursos, fallas de infraestructura, éxodo de personal especializado, disminución de la oferta  expositiva y reducción del número de visitantes. A la fecha, los museos nacionales y las colecciones que ellos resguardan están al borde de la siniestralidad. Por sólo citar algunos ejemplos, el Museo Alejandro Otero padeció una falla severa en la climatización durante varios años (2005-2008), el Museo de Arte Contemporáneo estuvo cerrado a fines de 2004 producto de un incendio en la Torre Este de Parque Central y la Galería de Arte Nacional se mudó en 2009 a un edificio inconcluso. Los nuestros, son museos fantasmales, pero no como los de películas, sino precisamente a causa de su debilitada presencia y efectividad en la escena social y cultural de la nación. Por ello, todo el mundo los cuestiona, incluso aquellos funcionarios que en vez de velar por su buen funcionamiento, se están transformando en los agoreros del fin. 

 

Caracas, (Julio de 2008 – Cuenca, Ecuador, abril de 2018)

 


* Fragmento de un libro en preparación.

[1] Igualmente, los museos Smithsonian sirvieron de locación para la segunda parte del film “Una Noche en el Museo”, transformando al más grande complejo museal del mundo en un alucinante escenario. 

[2] Por citar un ejemplo de estas ventajas, los productores de El código da Vinci pagaron 50.000 euros diarios por rodar en las instalaciones del Louvre (20minutos.es / 28-06-2005)

[3] Cfr. barcelona.vivelaciudad.es / 10-04-2008

[4] Por cierto, en el Hermitage real hay otro bastión de la seguridad integrado por una “guardia felina” de unos 70 gatos que rondan los sótanos para ahuyentar a los roedores. Cfr. La historia de la guardia felina del Museo del Hermiga de San Petesburgo. BBCL, 4 de noviembre de 2015. http://www.biobiochile.cl/2015/11/04/la-historia-de-la-guardia-felina-del-museo-de-hermitage-de-san-petersburgo.shtml

[5] Cfr. 20minutos.es / 14-02-2007

[6] A raíz del estreno de la película El código da Vinci se han organizado varios paseos turísticos a través de los lugares donde transcurre la historia, incluyendo por supuesto las salas del Louvre. 

[7] Cfr. clarín.com /06-05-2006

[8] Cfr. http://www.absurddiari.com/s/llegir.php?llegir=llegir&ref=11612. En línea: 7-7-2009

[9] Cfr. http://www.eluniversal.com.mx/internacional/55854.html  En línea: 29-10-2007

[10] Cfr. http://billetedeida.com/2009/01/16/museo-de-las-relaciones-rotas/ En línea: 16-01-2009

[11] Cfr. Rodríguez, Jesús. El negocio de los grandes museos. elpais.com, 2 de octubre de 2016 https://elpais.com/elpais/2016/10/02/eps/1475359535_147535.html

[12] Cfr. Rodríguez, Jesús. El negocio de los grandes museos. elpais.com, 2 de octubre de 2016 https://elpais.com/elpais/2016/10/02/eps/1475359535_147535.html

[13] Saiz, Laura. Garantía del estado. Seguros millonarios para proteger las obras de arte itinerante. expansión.com. Madrid, 16 de febrero de 2017.

http://www.expansion.com/juridico/actualidadtendencias/2017/02/16/58a5ce19e2704ef3418b466e.html

[14] Cfr. Carmona, Rolando. Memoria de un espacio ausente. (Archivo digital, sin fecha)

 

 

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