Por Guillermo Vanegas
Este es el tercero de una serie de artículos donde se reexaminará la noción de arte político que ha hecho carrera en Colombia durante la última década. Que procederán mediante el análisis de obras, curadurías o acciones de productores e investigadores visuales distintos a quienes se ha otorgado el monopolio de esta categoría; que busca complejizar su asimilación como seña primordial de identidad del arte contemporáneo de este país; y que intenta desdibujar la homogeneidad otorgada a ese pseudo-movimiento, mostrando su variedad y algunas de sus metodologías.
El 18 de julio de este año, la obra Paloma de Fernando Botero fue depositada en el Museo Nacional de Colombia. Según se dijo, ese proceso se hacía en cumplimiento de “la voluntad del maestro” y con la idea de dejarla a la vista de “las cerca de 400 mil personas que visitan el Museo cada año.”
Y no se trataba de un hecho menor. Sobre todo porque la ceremonia permitió ir muchísimo más allá que hacerle el juego a un artista fascinado con el poder y que jamás ha dudado en tener tratos con el presidente que sea. Para la memoria: Botero le “regaló” la pintura de una monja al conservador Belisario Betancur cuando andaba de luna de miel con la opinión pública colombiana y pintó junto con el ultraconservador Álvaro Uribe Misiá Felicidad, obra que al ser concluida llevó al dirigente a decir en su alambricado estilo: “atreverme yo a ponerle estas manos torpes a un cuadro del maestro Botero, esto sí da mérito para que me metan a la cárcel. Esto es una generosidad del maestro”.
Por su parte, Paloma “llegó a la Casa de Nariño en septiembre de 2016, en momentos en los que el proceso de paz estaba en uno de sus momentos más turbulentos”, según se narra en el periódico El Espectador. En ese momento, el presidente se mostraba esperanzado –y repleto de lugares comunes–: “es una escultura que va a inspirar a millones de colombianos a decirle sí al fin de la guerra […] el maestro Botero no es solo un gran artista de talla mundial, nuestro gran artista de talla de mundial en estos momentos. Es también como persona un gran ser humano”. Por lo visto, Paloma no inspiró a nadie: el 2 de octubre de 2016 ganó el No.
De otro lado, el artista aprovechó para subrayar con sagaz ubicuidad mediática “con la escultura La paloma de la paz me uno a este proceso transcendental de la paz en Colombia. Quise hacerle este regalo a mi país para expresar mi apoyo y mi solidaridad con este proceso que les brindará un futuro de esperanza e ilusión a todos los colombianos. ¡¡¡¡¡Enhorabuena por Colombia!!!!!”.
De ahí que, sobre todo para la mayoría que el 27 de mayo de este año decidió, en un ejercicio de inteligencia suprema poner a nadie en la presidencia, ese objeto representa su bestia negra. Todos en Colombia saben que a partir del ocho de agosto se va anular cualquier indicador de memoria sobre ese tratado. Y que cualquier iniciativa que se asocie con él va a ser erradicada a cabalidad. De modo que, de continuar en el palacio presidencial tras la ceremonia de posesión la obra seguramente –guiño, guiño– se perdería. Ante esa amenaza latente, lo mejor era sacarla de allí cuanto antes.
Y ninguno de los funcionarios que encabezaron el evento en el Museo Nacional se desentendió de la carga simbólica del hecho. Desde lo que cada quien podía dar se hizo hincapié en que lo que más está en riesgo en Colombia en la actualidad es la vigencia de ese pacto. Para la Ministra de cultura, “… a partir de hoy tenemos esa responsabilidad en este maravilloso museo: de cuidar una de las obras más espectaculares del Maestro Fernando Botero y… obviamente, como me dice la señora [Primera dama de la nación] María Clemencia, de seguir cuidando y trabajando por la paz que todos nos merecemos.” Para enfatizar su recomendación, la funcionaria utilizó el verbo “cuidar” dos veces.
Por su parte, el actual director de ese Museo, Daniel Castro, comenzó por recordar la metáfora cristiana de las aves que el patriarca Noé envió desde su arca para comprobar si su dios le había cumplido y la especie humana tendría esperanza. Posteriormente, se enrumbó con mayor presteza hacia un terreno donde se mueve mejor y, desde el enfoque histórico aprovechó para recalcar que más que un acto protocolario, de lo que se trataba allí era de un importante ejercicio de fijación en la memoria del país. Sabiendo que tenía las cámaras de la prensa generalista atentas a sus palabras no evitó referirse al terrible panorama color naranja oscuro que amenaza a todos los colombianos no uribistas. Sin desatender a su amable audiencia, transmitió elegantemente la idea de que bajo el asedio a que ha sido sometido y la inoperancia que rodeó la implementación del acuerdo de paz con las FARC, quizá lo único que quede de ese proceso sea una escultura. Y qué mejor que lejos de sus enemigos declarados. Castro comentó:
“La paloma voló del Palacio de Nariño y se posó en la Rotonda del Museo Nacional… ¿qué quiere decir eso? Que, efectivamente ha encontrado el espacio, el terreno fértil para que este lugar, que es emblemático, que es simbólico, que recoge lo que decía la Ministra, ‘el sentir de los ciudadanos’, realmente sea el espacio donde estos ciudadanos podamos reconocer y cuidar esta paz que tenemos en nuestras manos…”
Al cruzar la analogía del “terreno fértil” y recurrir nuevamente al verbo “cuidar”, el Director del museo transmitió la urgencia de la crisis política actual. Sin dejar de asumir su rol de portavoz institucional, performó la preocupación de muchos de sus conciudadanos: puso tierra entre una zona donde la obra enfrentaría una hostilidad permanente y un lugar seguro. Volviendo al recurso religioso, recordó que el Museo Nacional de Colombia se convirtió en su santuario.
Para terminar, un meme. En términos visuales, la Paloma no destaca por nada. Los mejores análisis visuales que se le han dedicado apenas si llegan a compararla con un maíz estallado (crispeta o palomita, según la región). Sin embargo, es un objeto que permite desencadenar encuentros y alegorías o que, para algunos, también vale la pena banalizar:
Guillermo Vanegas
julio, 2018
Guillermo Vanegas (Colombia). En 2010 fundó Reemplaz0, donde realiza curadurías históricas y de arte contemporáneo. Fue curador de los 13 Salones Regionales de Artistas y del 44 Salón Nacional de Artistas de Colombia. Trabajó en la Oficina de curaduría del Museo Nacional de Colombia y la Gerencia de artes de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Recibió la Beca de investigación monográfica del Ministerio de Cultura de Colombia en 2015, el Premio Internacional de Crítica de Arte de la revista Lápiz en 2005 y Premio de Ensayo Crítico, otorgado por el I. D. C. T, ese mismo año. Desde 2007 se ha desempeñado como profesor en varias universidades bogotanas. A partir de 2016 coordina la sala de exposiciones ASAB.
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