Por Guillermo Vanegas
Este es el quinto de una serie de artículos donde se reexaminará la noción de arte político que ha hecho carrera en Colombia durante la última década. Que procederán mediante el análisis de obras, curadurías o acciones de productores e investigadores visuales distintos a quienes se ha otorgado el monopolio de esta categoría; que buscan complejizar su asimilación como seña primordial de identidad del arte contemporáneo de este país; y que intentan desdibujar la homogeneidad otorgada a ese pseudo-movimiento, mostrando su variedad y algunas de sus metodologías.
El 14 de septiembre pasado se dio un interesante encuentro en el marco del proyecto Por las galerías, entre el periodista Fernando Salamanca (especializado en el fenómeno arte-narcotráfico en Colombia) y el docente y crítico Lucas Ospina (que integra un grupo de investigación dedicado al mismo tema en la universidad privada que mayor publicidad espontánea obtiene en el país). Como se podrá adivinar, su objetivo era el de tocar un asuntillo que el resto de integrantes del campo artístico local suele tratar de modo apendejado-prejuicioso-superficial-hipócrita-melindroso: la irrigación de recursos provenientes de los emprendimientos del narcotráfico colombiano hacia el mercado del arte de su propia patria.
Ahora bien, por lo extenso y complejo de las afirmaciones allí emitidas, este artículo se dividirá en dos partes. La primera dedicada a la participación de Salamanca, mientras la siguiente lo será a la de Ospina.
Por ser uno de los pocos eventos donde se enfrenta esta materia en medio del aburridísimo panorama naranja de estudios sobre el mercadeo de arte de este país, el evento llamaba la atención. Y por morbo, también. Sin embargo, lo importante fue que resultó ser un intercambio capaz de recordarnos que la etimología de la palabra “política” apunta a la comprensión de todo lo que sucede en la polis. Todo. En este sentido, apuntó a completar la otra mitad que siempre le ha faltado a la historia del arte contemporáneo colombiano. Y más a la que comenzó a escribirse a partir de la década de 1970.
Por una parte, iluminó la pregunta que siempre nos hacemos cuando vemos –o nos enteramos– de un hecho donde aparecen involucrados arte, artistas, dealers (de arte) mucho circulante y mucho silencio: “¿de dónde salió el dinero para pagar todo eso por eso?” Es decir, logró convertirse, sin la parafernalia/lloradera a que nos tienen acostumbrados los artistas-memorialistas de este territorio, en un ejercicio de memoria necesario para empezar a cerrar la brecha de amnesia selectiva que impera sobre nuestro mercado de arte.
Fernando Salamanca inició con la noticia que marcó su llegada al asunto: cuando se enteró que “Rasguño” (uno de los muchos narcotraficantes colombianos que vio el apogeo y caída de su emprendimiento durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez), había adquirido dos pinturas de Pedro Pablo Rubens por intermedio de Santiago Medina, anticuario de renombre y tesorero de la campaña presidencial Ernesto Samper Pizano cuando éste negoció la no extradición de los integrantes del cartel de Cali a mediados de la década de 1990. Según afirmaba Salamanca en 2015, el intercambio se dio gracias al juicioso trabajo que Medina había realizado como decorador de una de la fincas de “Rasguño” en el pueblo de Cartago así como en las de otros empresarios de este sector, los “dos reconocidos narcotraficantes del Valle del Cauca, José Santacruz Londoño y Víctor Patiño Fómeque.”
Yendo más allá de la anécdota mediocre que todo colombiano tiene en la cabeza cuando imagina a un narco comprando arte (“ignaro que adquiere esos objetos por ansia de capital cultural”), Salamanca enfrentó la cuestión por otro lado. Se preguntó por las razones sociológicas que había detrás de la decisión de que un amplio grupo de integrantes de esa comunidad de capitalistas buscara piezas que otorgan distinción aún a sabiendas de que carecían de una formación cultural significativa. Valga reiterar, el periodista superó el metarrelato de la sicarezca convencional y formuló una indagación que apuntara a entender por qué un narco con educación colombiana promedio –es decir, una educación de mierda– iniciaría, sistematizaría y albergaría una colección de objetos de arte en medio de un permanente clima de tensión, derivado de las condiciones propias del negocio y la persecución del Estado.
Luego entendió que si quería escribir esa historia, la suya sería una narración carente por completo de fuentes primarias. Por temor –y/o autodefensa económica– en Colombia nadie que sepa algo sobre esta relación habla abiertamente de ella. Mucho menos, alguien que haya estado directamente implicado. Entonces, Salamanca debió completar su bibliografía mediante la revisión de archivos, inventarios y peritajes elaborados a las patadas por gente especializada en nada que obtuvo esos contratos como por arte de magia. Es decir, se chocó de frente con una información confeccionada por verdaderos ignaros que lograron acceder a ese acervo para catalogarlo a la maldita sea. En su momento, el periodista afirmó:
“Los funcionarios de la SAE (Sociedad de Activos Especiales), entidad que administra los bienes incautados al narcotráfico, poco conocen de arte antiguo, su trabajo se desarrolla en otras esferas, y tampoco tienen claridad sobre los precios que el mercado internacional paga por este tipo de obras, que en el caso de los Rubens, de autenticarse debidamente, podrían oscilar entre 10 y 30 millones de dólares cada uno. Y ahí está el meollo del asunto: autenticarlos de forma correcta y transparente, sin intereses económicos mediante, y sin las premuras y presiones del Estado.”
De hecho, esta caricatura de la burocracia de mi país iba más allá. El periodista recordaba entre acongojado y sorprendido, como llegó a conocer sobre la existencia de un “especialista” que “asesoró” al Estado en el peritaje de los Rubens, cuando estos fueron recibidos. Se trataba de Ricardo Uribe Moya, vicedirector de Investigación de la cuestionadísima por corruptísima Escuela de Artes y Letras. Un personaje que cometió entre otras, la siguiente lista de desatinos al momento de “cumplir” con su tarea:
1.- Atribuyó uno de los cuadros al taller del Maestro “sin especificar a cuál discípulo”;
2.- Afirmó que el otro cuadro era “un autorretrato tardío de la mano directa del pintor flamenco” y que cuando lo revisó con lupa le “sorprendió una línea vertical sobre la superficie, [por lo que] decidimos retirar el marco y hallamos que el entramado posterior se hizo con cuatro tablas de madera, lo que origina[ba] esa dilatación y denota[ba] su autenticidad” [¿?];
3.- Aseguró que su marco había sido cambiado en varias ocasiones pero, al decir de Salamanca “tampoco resulta claro cómo logró establecer esto, cuando ni siquiera se conoce la procedencia de la obra”;
4.- Indicó que cuando “vio el cuadro estuvo tres horas ante él, atraído por la textura de la piel” [¿?];
5.- Sostuvo que “fueron más de 600 los cuadros de Rubens que revisó a través de internet desde 2012, y en el cotejo halló coincidencias anatómicas convincentes con el autorretrato incautado”.
Tal nivel de incompetencia decepcionaría a cualquiera, pero no al Estado colombiano. El señor Uribe figura en el Registro Nacional de Avaluadores y según lo conocido por Salamanca, ha intervenido en un amplio número de portentos similares.
Luego de esto, el periodista sobreabundó en la multiplicidad de “cambiazos” de que había tenido noticia (un “cambiazo es el reemplazo de obras originales por versiones falsas cuando ingresaban a las oficinas gubernamentales) o la manera en que connotados asesinos de nuestra historia reciente como los hermanos Fidel y Carlos Castaño (promotores del paramilitarismo más sanguinario de Colombia) habían terminado convertidos, también, en consagrados coleccionistas, legando a poseer originales de Dalí o varias de las piezas que le arrebataron a la familia de Pablo Escobar mientras ésta huía tras la muerte del patriarca.
Sobre esto último y más versará la siguiente columna..-
Guillermo Vanegas
Septiembre, 2018
Guillermo Vanegas (Colombia). En 2010 fundó Reemplaz0, donde realiza curadurías históricas y de arte contemporáneo. Fue curador de los 13 Salones Regionales de Artistas y del 44 Salón Nacional de Artistas de Colombia. Trabajó en la Oficina de curaduría del Museo Nacional de Colombia y la Gerencia de artes de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Recibió la Beca de investigación monográfica del Ministerio de Cultura de Colombia en 2015, el Premio Internacional de Crítica de Arte de la revista Lápiz en 2005 y Premio de Ensayo Crítico, otorgado por el I. D. C. T, ese mismo año. Desde 2007 se ha desempeñado como profesor en varias universidades bogotanas. A partir de 2016 coordina la sala de exposiciones ASAB.