El futuro que recuerdo

Por Gabriel Antillano

 

La fila de carros se extiende por toda la calle. Unos minutos antes podía escucharse el movimiento de los árboles, al igual que el canto de ciertos pájaros y el crujido que ocasionan los insectos. Ahora eso ha sido reemplazado por cornetas, gritos, risas y el ruido que hacen los bolsos de rueditas cuando los niños los arrastran por la acera. Los carros avanzan muy lento hacia la puerta del colegio, donde un vigilante mantiene el orden cuando los alumnos se precipitan al bajarse para entrar. Los más jóvenes, con rapidez; los mayores, con resignación.

 

Algo de todo este bullicio llega a Sebastián por la ventana del auto. El aire acondicionado funciona sin problemas, pero Sebastián prefiere escuchar el ruido a las opiniones que su madre tiene sobre sus notas, el sucio de sus zapatos o el largo de su pelo. «No sé qué vas a hacer» es la frase que lo hace huir mirando por la ventana, escuchando las cornetas, escuchando los gritos. Él sí que sabe qué hacer. Esa tarde, luego de terminar las clases y reprobar el examen de física del profesor Vegas, va a meter un gol como no ha logrado hacerlo en los últimos partidos del equipo del colegio. Lo hará porque quiere que su novia lo vea. Aquello no arreglará nada en la relación, pero Sebastián piensa que si ella lo ve quizá duran unos días más.

 

Su novia, sin embargo, ha dejado de ir a los partidos desde hace semanas. Y ahora pasa el aburrimiento de la cola pensando en Miguel, un chico de quinto año. Es alto y apuesto. Y tiene una forma de decirle «linda» que la emociona, aunque sepa que se lo dice a todas las mujeres. La chica está en la edad de pasar de las buenas notas a la incertidumbre y no halla el tiempo para ninguna de las dos cosas. Ni Miguel ni Sebastián representarán nada en su vida en tres años. Pero eso, por supuesto, no puede saberlo ahora. Ahora solo existe ella y ellos y el colegio y este montón de carros y el hastío de su madre que se distrae viendo las casas alrededor, tanto que acelera y por poco choca contra la camioneta que tiene enfrente.

 

El conductor de la camioneta ni siquiera se percata de ello porque tiene la radio a todo volumen. Es primera vez que lleva a sus hijos al colegio. Casi es capaz de entender por qué su esposa le reclama que nunca lo haga, pero prefiere pensar en que las relaciones son un negocio donde una parte siempre invierte más que la otra y ambos terminan quebrados. Suena Kentucky Rain de Elvis Presley. Vaya imagen de mierda tener los zapatos mojados por la lluvia. Es la canción más triste del mundo, o al menos eso piensa ahora.

 

Tan solo dos carros más adelante está Martín comiéndose un chocolate en el asiento trasero del auto de su madre. Los chocolates empezaron a aparecer hace un mes y aunque su madre, quien lo mira a través del retrovisor y trata de sonreírle como si él pudiese verla, piense que su hijo no entenderá nunca la intención detrás de aquel gesto, Martín sospecha que tiene algo que ver con que su padre ya casi no esté en casa y con que su madre llore al teléfono todas las noches. Pero en ese momento solo quiere disfrutar su chocolate y no pensar en razones, ni las de su madre ni las de Carmen, la chica que el día anterior le ha dado un beso en el recreo, un gesto que él ha disfrutado, pero no ha comprendido del todo, porque en quinto grado nadie entiende qué significan los besos. Ni en quinto grado ni nunca. 

 

Carmen, en cambio, no piensa en él. Piensa en muchas otras cosas, como lo sabrosa que estaba la panqueca que se comió en la mañana, lo mucho que le gusta She’s a Rainbow de los Rolling Stones, lo bien que huele su pelo luego de usar el shampoo del pote rosado y lo bonito que se ve el cielo esa mañana. Pero también piensa en la revista que lleva en su bolso. La ha hecho ella misma con recortes de otras revistas de su madre. Carmen no quiere mostrarle su revista a nadie, pero sabe que es buena y está orgullosa, lo que convierte aquel día en una promesa. Por eso no tiene la necesidad de pensar en Martín ni en ningún otro niño. Hoy se ha arreglado tanto como el uniforme lo permite y Martín pensará que es por él y aquello le molesta. Piensa en esto cuando mira por la ventana a su derecha y ve a un chico tropezarse en la acera y caer al suelo.

 

El chico que ha caído será el único que aprobará el examen de física del profesor Vegas, aunque todavía ni él ni sus compañeros lo sepan. Ha venido caminando al colegio porque no quería fastidiar a su padre. Esta semana les han dado la noticia de que tiene cáncer. Y aunque mantenga esperanzas, su padre no llegará al final del año. Aquí y ahora solo espera que nadie de su salón lo haya visto tropezar, como si fuese motivo de vergüenza. Después de todo, ¿qué es el colegio si no el enfrentamiento más torpe de nuestras vidas contra nuestros mayores temores? El único que lo ve, además de una niña en un auto, es el jardinero de la casa frente a la cual se ha caído.

 

El jardinero lo observa sin dejar de cortar el césped con una podadora eléctrica. La casa a la cual pertenece ese jardín pertenece a su vez a una pareja que hace meses no vive en el país, lo que hace al jardinero preguntarse cuál es el sentido de su trabajo, que consiste en cuidar ese jardín todos los días miércoles, pero también algunos domingos.

 

Al final de la fila, ya dentro del colegio, el profesor Vegas lleva diez minutos sentado en el asiento de su auto pensando qué hacer. Tiene dentro de su carro los exámenes, como también tiene ocho camisas en sus ganchos de alambre, cuatro franelas, diez boxers, once pares de medias, una lámpara, una chaqueta, una caja de cartón llena de libros, una botella de ron Carta Roja y un peine. Nadie en el colegio sabe lo que ha pasado y el profesor Vegas sigue respondiendo que hará llegar los saludos que todos sus colegas mandan diariamente a su esposa. Dentro de la caja con los libros también hay un viejo revolver que perteneció a su padre. Le gustaría poder decir que sabe qué hará con el arma, pero la verdad es que no lo sabe y eso le preocupa.

 

Probablemente el único alumno que lo extrañe sea un chico que termina de fumarse un cigarro a un par de metros de la entrada del colegio. No le gusta fumar, pero piensa que es lo que un alumno de cuarto año como él debe hacer. Este será, ya lo ha decidido, el último día que fume. No entrará al colegio, se irá a un centro comercial cerca de allí a pasar el rato y quizá vea una película. Muchos años después se enamorará y viajará a Barcelona buscando a una chica con quien las cosas no funcionarán y por alguna razón recordará este día, pero ahora solo puede ver la cola de automóviles que se extiende como una serpiente por toda la calle devorándolo todo y no sabe si entrar o no al colegio y mientras decide se distrae viendo las grietas de la acera, las cuales no han arreglado desde que tiene memoria. La brisa hace que el humo del cigarro se le vaya a la cara. Esa misma brisa también hace que el calor del sol no sea tan insoportable, aunque no haya ni una sola nube en el cielo. Los arboles tienen todos los tonos de verde posibles y sus ramas se agitan bajo el cielo más azul que nadie haya visto y hacen sombras confusas que dificultarán el recuerdo de toda escena que ocurra bajo ellas y ya los carros no hacen tanto ruido y todavía, si uno se concentra, si realmente se concentra, escuchará también el ruido de los insectos que viven en los jardines que adornan las casas de aquella calle. Y todos, los hijos, pero también los padres, los profesores, los jardineros, los alumnos, los divorciados, los que están por divorciarse, los enamorados, los solitarios, los suicidas y los tontos; todos, absolutamente todos podrían coincidir en que aquel era un día hermoso.

 

@GaboAntillano

 

 

Gabriel Antillano (Caracas, 1992)
Comunicador Social de la Universidad Católica Andrés Bello. Interesado en literatura, cine, filosofía y arte.
Escribe para distintos medios impresos y digitales, entre ellos los diarios El Nacional y El Universal.

 

 

Fotografía cortesía Alejandro Cremades publicada originalmente en http://elestimulo.com/ub/el-estudiante-mas-peligroso-de-la-ucab/

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