por Manuela García
Memoria y afecto se entrelazan desde su origen: la etimología de la palabra recordar proviene del verbo recordare, re- “de nuevo” y cordare, formado sobre el nombre cor, cordis “corazón”. Los seres humanos atesoramos en la memoria los momentos de nuestra preferencia, los menos apreciados, con el tiempo, parecen quedar en el olvido. A pesar de la naturalidad del acto, en una Venezuela actual, la acción de recordar se ha convertido en un ejercicio complejo y peligroso, debido al permanente estado de alerta en que sus habitantes se encuentran, ya sea por altos índices de violencia, donde la agresividad es costumbre o porque la muerte impuesta ha pasado a formar parte de la cotidianidad.
El país se ha convertido en un territorio vulnerable y vulnerado, en el que pensar diferente es una acción comparable con un crimen, y algunos de los que se han atrevido a ello padecen los terribles castigos del Estado. Los venezolanos estamos constantemente sometidos al abuso del poder. El respeto por la vida del otro es inexistente en medio de las dinámicas del deterioro social; cada día más palpable e ineludible. Así, nuestra emocionabilidad ha sido trastocada y nuestra seguridad inexistente. Allí, los significados de la vida se han invertido, y los límites de conceptos como lo normal y lo anormal son cada vez más difusos, al punto de considerar normal que no hayan insumos médicos en los centros de salud pública, o “un tiroteo de tres horas en una cárcel” (Iglesias, en línea), como el ocurrido 12 de junio de 2011 en la cárcel “El Rodeo I”, donde se gastaron tres mil balas aproximadamente.
Una sociedad conducida a vivir situaciones convulsas en cortos períodos de tiempo, en la que se obliteran los problemas de todos y donde la reflexión propia de la memoria se diluye, rescatar la memoria del país que nos acoge, es una hazaña compleja, difícil y digna de admiración, ya que nos ha sido impuesta una celosía entre aquello que nos conmociona y lo que permanece estable, al priorizar siempre el conflicto y el olvido con la intención de dejar de lado aquello que realmente nos aqueja como sociedad, más aun cuando se trata del dolor infligido como cuerpo social.
Así, que representar la violencia y lo que ella esconde en el padecimiento de los que han sido víctimas y de sus familiares, termina por ser una tarea terrible pero necesaria para evitar la amnesia sobre lo que somos.
José Ortega y Gasset escribió:
El yo pasado, lo que ayer sentimos y pensamos vivo, perdura en una existencia subterránea del espíritu. Basta con que nos desentendamos de la urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y se ponga de nuevo a resonar. Con una palabra de bellos contornos etimológicos –esto es, que lo volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón–. Dante diría per il lago del cor.
Recordar es volver a pasar por el corazón, y en este campo, el arte ha sido -y será- uno de los medios fundamentales para dicho retorno. Retornos constantes al recuerdo que se explayan en la obra de una artista que destaca en el panorama del arte venezolano actual: Dianora Pérez-Montilla (Caracas, 1981- ), quien utiliza el deterioro humano –no solo para recordar– sino para evitar el olvido de lo vivido y de sus vigentes consecuencias. Un pasado y un presente conjugados para que la celosía deje de existir, y sea posible crear un vínculo de memoria y empatía con cualquiera que observe su obra, basada en las aflicciones de los otros, que finalmente, somos nosotros mismos.
Despotismo [I]lustrado. Capítulo Mérida (2019), presenta obras que nos impelen a cuestionar los límites sobre la vida, el poder y la crueldad de cómo se llevaron a cabo esas muertes, en medio de una profunda simbolización de los niveles de agresividad que se desarrollan en el país y cómo estos se han tornado invisibles, una noticia más, un olvido más, en medio de una turbia realidad que la artista explora con la intención de hacer memoria.
Capacidad mnemónica que es reconocida al arte por pensadores como Hannah Arendt, quien afirmó que “…en tanto que cultura, el mundo ha de garantizar la permanencia, y lo hace por medio de la forma más pura y liviana a través de esos objetos que llamamos obras de arte, y que son objetos de cultura, en el sentido más rotundo de la palabra”. Sentido en el que Pérez-Montilla asegura la permanencia de la memoria, mediante un discurso visual en el cual resguarda un archivo histórico-emotivo y político de los acontecimientos de la Venezuela del siglo XXI. Pero, ¿cómo lo logra?
Dianora Pérez-Montilla hace su llamada desde una diversidad de códigos, de estrategias que transitan por una multiplicidad de materiales o maneras de representar, ya sea con la fotografía o el uso de la abstracción. Desde un primer momento, la artista trabajó la imagen con una postura ligada a la muerte, a como inicia y finaliza todo, como se puede observar en la obra Descomposición. Un dibujo natural (2010), que consta de 17 fotografías en donde se nos presenta la línea de vida de un roedor. El vínculo con la muerte y aquello que pasamos desapercibido estuvo ligado al trabajo fotográfico de Dianora y sigue presente en la actualidad, pero transmutado a imágenes para llevarnos a abstracciones que nos relacionan a los sucesos de una manera diferente.
Desde sus primeros trabajos, su objetivo es el de hacernos reflexionar sobre las delgadas líneas de la vida y la muerte, obligarnos a fijar la mirada en aquello que está y no está, en esas vidas que pasan desapercibidas, en esos cuerpos inertes que se descomponen con lentitud y se transforman en algo distinto, mientras se diluye el recuerdo de lo vivo cada vez más, pero está allí, presente en medio de la ausencia.
La artista trabaja con nuestra particular afectación al suprimir las imágenes terribles y banales que vemos cada día, que ya de forma natural evadimos que vivimos sumergidos en ellas. Imágenes que no nos afectan, cuerpos que no vemos y ante los cuales ya no hacemos acto de presencia, y allí, en esa ausencia de empatía hacia el dolor, la obra de Pérez-Montilla toma fuerza y contundencia al desprenderse de la literalidad de las imágenes, con la intención de transformarlas en obras alejadas de las cargas de violencia extrema, donde la realidad nos toca de manera diferente al acercarse como espectador a la simbolización de historias conocidas y olvidadas, dejadas de lado en su evidencia violenta.
El deterioro que ha ido acaeciendo sobre la población, ha sido el punto de partida en la obra de la artista, un factor común. Este deterioro social se ve reflejado en la salud pública, las enfermedades y la violencia, siendo esta uno de los puntos más tratados dentro de la descomposición social que ha tocado el país con mayor profundidad, refiriéndonos a ella, Walter Benjamin afirma que “…la violencia es un producto natural, por así decir, una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de que no se abuse poniendo la violencia al servicio de fines injustos…” y es la injusticia la que precisamente llama a la artista para ejecutar la obra. La corrupción y la desinformación de la población ante la mayoría de los casos trabajados por ella, hacen de su discurso el medio propicio para que el espectador se enfrente a una realidad en muchas ocasiones desconocida. Las imágenes de las que parte la misma, son imágenes que duelen, que muestran la crudeza en una expresión simbolizada. Al respecto, William John Thomas Mitchell argumenta que:
Los historiadores del arte pueden ‘saber’, que las imágenes que estudian son solamente objetos materiales que han sido marcados con colores y formas. Pero frecuentemente hablan y actúan como si las imágenes tuvieran voluntad, conciencia, agencia y deseo. Todo el mundo sabe que la fotografía de su madre no está viva, pero aun así van a ser reacios a desfigurarla o destruirla. No hay persona moderna, racional o secular que piense que las imágenes deban ser tratadas como personas, aunque siempre parece que estamos dispuestos a hacer excepciones en casos especiales.
Las imágenes a las que la artista accede son aquellas que poseen la voluntad para hablar, para no callar, para prestarse al análisis y a la transformación de ser y contar la historia de lo que nos sucede. Imágenes a las que la artista se dirige con respeto en el proceso de investigación y de posterior simbolización, pues ellas representan vidas, un estado emocional, unas relaciones humanas, y la obra resultante del estudio y de la elaboración material, en la que se unen acertadamente historia y recuerdo, no solo sirve como testimonio de lo ocurrido, sino también como monumentos, ofrendas a aquellos que no callan y que son la evidencia del deterioro social y político en el que vivimos.
Un claro ejemplo de ello es La Carbonera (2018), obra que de forma simbólica representa a las 71 personas que fallecieron el 28 de marzo del 2018 en el Centro Penitenciario de Carabobo en Valencia-Carabobo. La causa, un intento de motín que terminó en un incendio propiciado por los agentes de seguridad del Estado. Ante este caso, el Observatorio Venezolano de Prisiones realizó un informe titulado “Quemados detrás de las rejas”, donde expone de manera detallada los hechos ocurridos ese día. Los familiares narran como a los presos les rociaron gasolina, avivaron el fuego con sopletes y les encerraron en la penitenciaria, adjuntas se muestran una serie de fotografías con los cuerpos de los prisioneros.
La Carbonera (2018). Dianora Pérez-Montilla.
¿Qué hacer con semejantes imágenes llenas de horror? “Eran cuerpos abiertos como ganado quemados, violentados”, en palabras de la artista, pero en La Carbonera no vemos esto. La obra logra centrar el punctum, – que Roland Barthes anunció– en esa fuerza que te “…toca, afecta y hiere…”, y que se convierte en oscuridad, en quema, en nada, en esas 71 tiras de papel carbón que representan a las mismas y todas con el mismo mensaje de sus deudos, escrito en braille: “Quiero darle sepultura a mi hijo”.
Esta era la solicitud de las madres. Madres de hijos asesinados, sin importar su condición, y reclamaban sus cuerpos para darles un entierro digno. Reflejar ese dolor, darlo a conocer y hacer que el espectador conecte con esa impotencia, desesperación y con la tristeza de la pérdida, es el punctum de la obra que no repele al espectador, sino que, al contrario, lo acerca.
Despotismo [I]lustrado. Capítulo Mérida, nos presenta problemas sociales en distintos espacios de nuestra convulsa sociedad. Los que se encuentran en los sistemas penitenciarios, lugar de las vidas desechables, o en el sistema de salud pública, donde no se encuentran las estadísticas de las muertes de niños, lugar de las vidas no cumplidas. Dianora Pérez-Montilla posee la capacidad de transformar el relato de la violencia, y del poder sobre la vida, en monumento de vida, en memorias reflexivas.
Es eso lo que hace que las obras agiten a los espectadores, para hacerlos percatarse del momento histórico que nos ha tocado vivir, y que en ellos las vidas perdidas encuentren al “darles luz” –como ella misma afirma–, las formas de recordar y de mantener viva la memoria de un país que lucha por mantenerse en pie.
Las Telitas del Anexo (2015). Dianora Pérez-Montilla.
REFERENCIAS
- ARENDT, H. Cultura y Política. (2016) Universidad Autónoma de Morelos,México. pp. 48
- BARTHES, R. La cámara lúcida. (2014) Notas sobre la fotografía. Editorial Paidós, España.
- BENJAMIN, W. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. (2001) Editorial Taurus, España. pp. 24
- IGLESIAS, M. (14 de junio de 2011). El Rodeo I: 19 muertos y 22 heridos saldo parcial del motín. Reportero24. Recuperado de: https://www.reportero24.com/2011/06/14/el-rodeo-i-19-muertos-y-22-heridos-saldo-parcial-de-motin/
- MESONES, G. (13 de septiembre de 2019). Dianora Pérez: “Hay muertos que necesitan luz”. Luster. Recuperado de: https://lustermagazine.com/dianora-perez-profile/
- MITCHELL, W. J. T. ¿Qué quieren realmente las imágenes? (2014) COCOM, México. pp. 11
- OBSERVATORIO VENEZOLANO DE PRISIONES. Quemados detrás de las rejas (2018) Observatorio Venezolano de Prisiones, Venezuela.
- ORTEGA Y GASSET, J. El Espectador I y II. (2016) Alianza Editorial, Madrid.
Ya está disponible el catálogo digital de la exposición “El tiempo tiende a olvidar” (Espacio Proyecto Libertad, Mérida – 2019), de Dianora Pérez-Motilla y Jesús Briceño, con textos de Elizabeth Marín, Edmara Jordán y Manuela García. Para acceder: https://issuu.com/espacioplibertad/docs/cat_logo_-_el_tiempo_tiende_a_olvidar
Sobre la autora: Manuel García Monsalve (1996) es tesista del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de los Andes (Mérida Venezuela). En el año 2016, participó como organizadora y ponente de las XI Jornadas de Estudiantes del Dpto. de Historia del Arte. Actualmente se desempeña como asistente curatorial de Espacio Proyecto Libertad.
Fuente: Espacio Proyecto Libertad. Manuel Vásquez-Ortega.