Por Félix Suazo
Luis Villamizar. Suicidio
Una rara proposición de Luis Villamizar (1947) registra el derrumbe de un edificio en Colegio de Ingenieros, Caracas. El evento no fue un accidente ni una catástrofe. Fue una situación calculada por ingenieros que previamente despejaron el área por motivos de seguridad. El derrumbe se produjo según lo previsto. Sin embargo, hubo algo más, casi imperceptible. Entre los escombros y el polvo, una silueta oscura se hundía en la estruendosa bruma de la demolición. ¿Una persona? No. En realidad eran varias figuras pintadas, una por cada piso, que parecían precipitarse en medio de la avalancha de concreto. Una doble caída: la de la pintura como idea y la del sujeto como símbolo en el contexto de un país determinado a demoler lo obsoleto para edificar su quimera del progreso. Pero ese descenso —el del edificio y el de la figura— también implicaba una activación o más exactamente la movilización de un lenguaje. El hecho paradójico consiste en que Suicidio (1976) —título del proyecto Luis Villamizar— se ubica en una encrucijada: entre la desaparición de lo pictórico y la emergencia de lo cinemático. En el proyecto, ambas cosas tienen su consumación en un gesto destructivo, además de irreversible. Las tres fotos que componen la obra sugieren el avance secuenciado de esta contradictoria aporía. De hecho, la vertiginosidad del momento queda fija, irreductiblemente perpetuada en las imágenes. El día anterior, Villamizar había desafiado furtivamente el perímetro de seguridad establecido por los responsables de la demolición. Subió y pintó allí cada una de las siluetas que luego se hundirían junto a los pisos y las paredes del edificio. Previendo el desenlace, Villamizar instaló su cámara a una distancia prudente e hizo el registro. Lo demás, ya ha sido contado o, mejor dicho, ha sido documentado en las imágenes. Solo sabemos lo que allí vemos. Para decirlo sencillamente, en la serie Suicidio de Luis Villamizar, varias figuras y un edificio se precipitaron al suelo y se desvanecieron en el polvo de una ciudad acostumbrada a la demolición.
Raúl Illarramendi. Descendimiento
En 2020 Raúl Illarramendi presentó la exposición Offerings en la Galerie Karsten Grave de París. Las obras fueron realizadas en gouache y lápices de colores sobre resina acrílica. Bajo la superficie visible, sobresalía la huella de una cruz. La historia de estas obras había comenzado unos tres años antes. En ellas se cruzan memorias familiares y eventos históricos. El 27 de julio de 1967 hacia las 8:30 de la noche, la cruz de la Catedral de Caracas se precipitó al pavimento, justo después de un violento terremoto que sacudió la ciudad. Al caer, la monumental insignia, dejó su marca en el suelo. Los devotos lo consideraron un milagro y las autoridades decidieron hacer una réplica del trozo de pavimento. En otras partes de la ciudad también se sintió el terremoto. La madre del artista, entonces embarazada, experimentó el terrible sacudón mientras la familia abandonaba su propia vivienda. Toda esa historia está detrás de las obras de la serie “Offerings”, aunque quizá falta decir que el soporte empleado es la copia de la copia del pedazo de suelo donde se incrustó la cruz de la catedral de Caracas en 1967. Luego de una sinuosa pesquisa, Illarramendi logró encontrar la ubicación de la copia en la Capilla del Santo Cristo de las Misericordias en la avenida Intercomunal de El Valle y obtuvo el permiso para sacar un molde de la reliquia. Las obras de Illarramendi se asientan sobre esas capas de contenido personal y colectivo. En este caso la pintura funciona como un documento cuyo significado subyace el vacío de la cruz estampada.
Angela Bonadies & Juan José Olavarría. Ascensión
Arriba están los pranes, debajo las familias, los niños, los muebles improvisados y hasta una barbería. El edificio se eleva con sus costillas al aire, sin frisos ni cristales. El viento atraviesa la torre por sus cuatro lados. Entre 2009 y 2011 Ángela Bonadies y Juan José Olavarría se dieron a la tarea de visitar el sitio y reconstruir la historia de este rascacielos devenido rancho que reza en la arquitectura caraqueña con el nombre de La Torre de David. Entraron, subieron las escaleras desnudas, visitaron a las personas que allí habitaban, tomaron fotos e hicieron apuntes de lo que vieron y escucharon. Todo lo que encontraron fue una estructura disfuncional, sin electricidad ni agua, convertida en el hogar de más de doscientas familias sin vivienda. También encontraron oquedades vacías para ascensores inexistentes y escaleras sin barandas. Subieron tan alto como pudieron y desde allí, divisaron la ciudad indiferente hacia los cuatro puntos cardinales. Así mismo, hicieron tomas exteriores del edificio careado, con sus paredes inconclusas y sus columnas exhaustas por el deterioro. La torre, una de las de mayor altura del valle caraqueño, sigue allí. En algún momento fue desalojada y sus habitantes efímeros reubicados sin mayores detalles. No ha sido demolida, pero tampoco ha sido recuperada. Sigue siendo un símbolo de ascensión a las tinieblas … o a la monstruosa entraña de otra promesa fallida.
Teresa Mulet. Velamiento
Se dice que el pasado siempre regresa. Al menos, esa es la esperanza de quienes piensan que los acontecimientos pretéritos nos deparan algún aprendizaje y, con fortuna, alguna revelación. Sin embargo, el pasado puede ser amargo y puede arrastrar enseñanzas dolorosas. En 2022 Teresa Mulet cubrió la pared externa y varios muros interiores de la Casa Vieja de la Hacienda la Trinidad Parque Cultural con imágenes especulares de la fachada de lo que fue la casa de su familia en Vargas, destruida por la vaguada que arrasó parte de la costa de la Guaira en 1999. Las secuelas fueron mayores que las ocasionadas por el vendaval de lodo y piedras. El otrora recinto familiar fue ocupado más tarde por extraños y la casa se transformó en container. Mulet recuperó fotos de lugar, investigó los reportes oficiales, revisó las cartografías del lugar, antes y después de la catástrofe. Con ello construyó lo que ella define como un libro mural superpuesto sobre una antigua vivienda colonial. De lejos, son varias casas en una; de cerca son fragmentos ilegibles de una totalidad que se pierde como se perdió en algún momento el lugar de su infancia. Una ruina sobre otra, una pérdida sobre otra y el testimonio de una memoria velada. “Archivo-ruina: la casa en la intemperie”, título del proyecto de Mulet, propone una arqueología iconográfica del devenir de lo que una vez fue hogar y hoy solo es un fragmento de una tragedia mayor y continua. La casa perdida flota en su retícula fundacional, mientras otra casa superpuesta usurpa su sitio. Ambas ocupan el lugar donde no están. Solo el registro impreso en su fragilidad las sobrevive después del aluvión y la depredación.
Alexander Apóstol. Refaccionamiento
Hay algo inquietante en la serie fotográfica Residente pulido (2001-2003) de Alexander Apóstol. Los edificios parecen normales excepto porque no tienen ni puertas ni ventanas. Sólo hay muros lisos, como si fueran las murallas ciegas de una ciudad sitiada.
En realidad, esas fachadas mudas corresponden a desarrollos urbanos y zonas populares de la Caracas moderna y posterior. Dichas edificaciones no tienen un interés particular en el orden arquitectónico pero remiten a los hábitos constructivos y las predilecciones estéticas de un amplio sector de la población capitalina.
¿Dónde reside entonces la significación de estas fotografías en las cuales los edificios carecen de puertas y ventanas?
Primero hay que decir que Apóstol “refaccionó” digitalmente las imágenes, omitiendo (o borrando) los vanos de acceso, luz y ventilación. Al tapiar las oquedades que vinculan el adentro y el afuera, las convirtió en claustros inhabitables. Según el artista, esta operación tiene que ver con las apariencias y la fragilidad.
En ese punto, el discurso queda abierto a otras posibilidades inconfesadas. La “remodelación” virtual de Apóstol no intenta restituir los edificios retratados a su estado inicial; tampoco pretenden mejorar su apariencia actual. El friso continuo que recubre los edificios de la serie Residente pulido, está intencionalmente hecho con “lo mismo” que los constituye; es decir, están “restaurados” con “parches” de sí mismos; con sus propios bloques y ladrillos, con sus propias cerámicas, con su propio concreto. Dicho brevemente, la estrategia del autor no es convertir esos edificios en lo que no son, sino completar su adscripción simbólica a un proyecto de habitabilidad contradictorio donde las apariencias prevalecen sobre la función y dónde la solidez refuerza la fragilidad.
Básicamente, se trata de un proceso de auto mimesis, la autorregeneración virtual de un modelo urbano que no arranca en los cimientos, sino que se reproduce a partir de sus propias incorrecciones.
Decía que hay algo inquietante en esas imágenes. Pero mirándolas bien, lo desconcertante no es la hiperrealidad de su replanteo digital sino su estatuto arquetipal. Es ese encierro en “lo mismo” que impide que la gente entre y salga, que se asomen a las ventanas, que el aire circule y que la vista se pierda en un horizonte distinto.
Alí González. Ciudad prismática
Cada vez que alguien identificaba sus ladrillos pintados con los ranchos caraqueños, Ali González eludía la semejanza. De hecho, la serie que engloba estos trabajos expuestos en 2008 se titula “Color Contracuratorial”, una denominación enigmática y provocadora que nunca fue descifrada. Ventanas, Ventanitas, Ojos, Ríos son los títulos de algunas piezas que sin pudor exhibían un desbordamiento cromático que emulaba las matrices rítmicas del geometrismo venezolano. Alí decía que es el Color Contracuratorial es el color que los curadores no pueden ver, acaso en alusión al factor emotivo y experiencial que se omite en la mayor parte de las tentativas de exégesis erudita. Lo cierto es que no son ranchos; no se advierte allí la precariedad congénita del habitat en los barrios caraqueños. Son en realidad fragmentos de bloques de arcilla, empalmados en sus bordes y con sus puntas irregulares. Tienen un talante sencillo y prismático como el de todas las cosas expuestas a la luz anfibia del trópico. O quizá es la casa cromada, atravesada por la fluorescencia festiva del imaginario quimérico. La verdad, no lo sabemos. Alí tampoco lo dijo.
Daniel Medina. Rejas
La casi totalidad del trabajo de Daniel Medina se centraba en la superposición de una doble cartografía: la de la ciudad y la del arte. Trabajó desde las convenciones que sostienen ambos territorios; es decir, entre la rigidez racional de la arquitectura urbana y porosidad de los rituales artísticos. Desarticuló postales con troqueles circulares, desmembró mapas para hacer collages, rearmó maquetas turísticas, reubicó estatuillas en escenarios equívocos, compuso “pinturas” con bastidores sin telas y confrontó escenas y estéticas antagónicas. Pero quizá, el más depurado y frontal de esos ejercicios fueron sus Rejas (2012), suerte de dispositivos estériles, tramados con tubos metálicos y bisagras, que se sostenían de las paredes sin función ni lógica aparente.
Concebidas para su muestra individual en Periférico Caracas /Arte Contemporáneo, las Rejas de Medina yuxtaponían dos realidades. De un lado, la estética del cinetismo, con sus estructuras modulares. Del otro, los portones y cercas perimetrales de los lotes urbanos. Para él no se trataba de geometrías puras sino de tentativas defensivas que derivaban en confinamientos invisibles. Rejas antes que edificios, casas o parques. Rejas como delimitación de lo urbano y como filtro de lo visible. Rejas como estética y estética como práctica popular. Lo mismo en una casita de Catia que en la ampulosa fachada de un banco. La inseguridad es igual para todos.
Willian Niño. Urbe cenital
Willian Niño amaba a Caracas. Habló de ella con epítetos y metonomías, cual si fuera un juglar urbano. Escribió sobre ella, reseñó sus principales hitos arquitectónicos, organizó expediciones a sus urbanizaciones más pobladas, exaltó el valor de las edificaciones erigidas por emigrantes y maestros de obra anónimos, dedicó memorables esfuerzos a divulgar la actividad de algunos de los arquitectos más notables del país —Domínguez, Wallis, Guinand, Villanueva— a través de ensayos curatoriales y exposiciones profusamente argumentados. Desde el cielo, miró la urbe cenital en expansión, retratada por Nicola Rocco, uno de los fotógrafos venezolanos más significativos. Todo lo que vio y dijo, está precedido por su afecto incondicional por la gente del valle de Caracas. Su devoción era tal que muchas veces soslayó los detalles siniestros, e hiperbolizó los placeres minúsculos. Porque lo suyo era Caracas, los caraqueños y su particular modo de habitar esa Arcadia ruidosa, que rápidamente paso de los “Techos Rojos” a las empinadas Torres de El Silencio; y de allí a los cubos acristalados y los viaductos reptantes.
Marta Traba. Personalidad
En 1974 Monte Ávila Editores CA publicó el libro “Mirar en Caracas” de Marta Traba. La autora, entonces enfrascada en un debate con la abstracción geométrica y su presunto mimetismo con la estética foránea, resumió allí su percepción de las artes visuales en la Venezuela de entonces. Cuestionó duramente la omnipresencia del cinetismo en la escena urbana. Fue especialmente mordaz con la proliferación de estructuras monumentales en la ciudad. Se incomodó con lo que consideraba una manifestación de la frivolidad y el derroche. La exasperada el hecho de que nada permaneciera en Caracas. Según decía “lo mejor de Caracas sería que se pareciera a Caracas, así fuera un esperpento, pero con personalidad’.
No imaginó la crítica argentina que cinco décadas después, gran parte de ese despliegue monumental de geometría y colores que ella consideraba una insensatez se convertiría en ruinas y, menos aún, que esas ruinas se erigirían en un elemento distintivo de la cultura visual del país. Muchas de aquellas obras que tanto la incomodaron, fueron declinando por la indiferencia y la falta de mantenimiento o fueron reemplazadas por estandartes autoritarios. Irónicamente, con el declinar de la modernidad y gracias a la disfuncionalidad del modelo redentor que quiso reemplazarla, Caracas y el país todo se han convertido en “un esperpento, pero con personalidad”.
Diciembre 2022
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Félix Suazo (La Habana, Cuba, 1966) es profesor, crítico de arte, investigador y curador. Se graduó del Instituto Superior de Arte de La Habana en 1990 y en 2003 recibió una Maestría en Museología de la Universidad de Valladolid, España. Se ha desempeñado como investigador en la Galería Nacional de Arte (1997-2003) y el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (2004-2008). De 2008 a 2013 fue Coordinador de Exposiciones y Curador de Periférico Caracas / Arte Contemporáneo. Actualmente es Gerente de la Sala TAC, miembro del equipo curatorial de El Anexo / Arte Contemporáneo y profesor de la Universidad Nacional Experimental de las Artes. Es autor de los libros A diestra y siniestra. Comentarios sobre arte y política (2005), Umbrales. Museo, Curaduría, Investigación (2013) y Panorámica. Arte Emergente en Venezuela, 2000-2012 (2014).
Suazo actualmente vive en Miami, Florida, donde trabaja como curador y asesor de proyectos de arte. También es coeditor del boletín About Images, una iniciativa de ArtMedia Gallery, y Curador de IDArtLab.