A dos años de la muerte de Alí González les presentamos un breve texto del artista visual Iván Candeo, escrito en mayo del 2021, unos días después de su fallecimiento.
En mi caso, quedaron muchas conversaciones pendientes, como aquellas que comenzaron en el Parque del Retiro en Madrid durante las pausas del seminario de Aby Warburg (2011) en el que nos encontramos por casualidad. Mientras recorríamos el Palacio de Cristal me contaba del taller de historia de la imagen que estaba preparando, casualmente la artista que exponía en el inmenso castillete traslúcido; Jessica Stockholder, había sido su compañera de una residencia artística en Londres. Al final de esa tarde me pidió que lo acompañara a la librería Central del Reina Sofía para comprar un libro a un amigo en Caracas, escogió “El Nacimiento de Venus y la Primavera de Sandro Botticelli” de Aby Warburg.
El texto de Candeo desvela el interés casi obsesivo de Alí por la teoría y la historia de la imagen en sus infinitas lecturas, en sus obras y especialmente en su capacidad de coleccionar textos y libros de filosofía de la imagen y arte escritos en francés o en español, como si se tratara de la construcción de su propio Atlas a la manera de Warburg.
Ileana Ramírez. Directora de Tráfico Visual (mayo, 2023)
A-Z
Conocí a Alí González durante la última década de su vida, no tuve oportunidad de conocerlo antes del 2011. Al encontrarme con él, sentía que tenía acceso a una generación de artistas venezolanos con la que no había podido tener vínculo, bien sea por falta de espacios de encuentro, porque estaban en el extranjero, o simplemente habían dejado de «hacer arte».
Reconocía en él a un artista venezolano que no se había desmayado joven a pesar de los infortunios con los que se crece. Un ejemplo de relación pasional con el arte. Nos hicimos amigos porque era alguien con quien después de visitar una exposición o ir a cualquier evento, nos regresábamos a nuestras casas tomando la misma dirección en el Metro de Caracas: Dirección Propatria. Nos podíamos reunir más cerca de nuestras casas, vernos en el Centro de la ciudad para tomar cervezas o café en una esquina de Parque Carabobo o cerca del puente Fuerzas Armadas.
Cuando nos reunimos por primera vez, apenas conociéndonos, de las primeras cosas que me sugirió fue que procuráramos hablar solo de arte. No para hablar «paja» del mundillo del arte. Así que, además de ser un referente del arte venezolano de una época que «no viví» y que él me permitía reconocer, era un amigo con el cual podía hablar sobre algunos temas sin caer en tanto cotilleo.
Muchas veces esas conversaciones eran alrededor de libros, textos sobre teoría o de filosofía, historia del arte o sobre la imagen. Se construían micro ficciones teóricas sobre asuntos diversos. Él dejaba claras sus apreciaciones, que solían ser críticas a los estereotipos y otras veces elogios a los disparates (a la manera de Goya), más o menos surrealistas, en cuanto a que el aspecto habitual de las cosas era pervertido. Imaginando o creando una distancia entre los nombres, los objetos y sus representaciones.
En su exposición Color contra curatorial hay obras con títulos que hacen imagen, pero no necesariamente se ocupan de una doble función. Una ruma de bloques de arcilla picados podrían ser Carros, otras podrían ser Ventanitas, otra ruma de cuatro ladrillos un Curador, o un Hombre y una Mujer. Los mismos ladrillos de construcción pintados y colgados a la pared podrían ser una serie llamada Letra fea, título que comunica la apreciación estética de un signo.
Alí libraba una lucha entre las imágenes visuales y la representación verbal. Cuando me escribió por primera vez un correo electrónico me dijo que lo disculpara, pero que «había una forma de escribir que era propia de los pintores». Al menos durante el periodo que lo conocí se sentía un pintor. Era como una redención en su imaginación asumir una división entre lo lingüístico (OJO: LA LENGUA; no sé si también como órgano herido, como carne) y el ícono o la pintura. Por eso se maravillaba con Bárbaro Rivas, creo que se sentía parte de una tradición en el país que probablemente recibe la influencia de curadores como Pérez Oramas, de quien bebía ideas igual que de autores clásicos como Diderot o libros canónicos como el Laocoonte o los límites de la pintura y la poesía. Un artista que quiso comprender asimilando referencias para así obtener un poco de calma.
En su Historia de la Fotografía (título que usó para una exposición de pinturas) cumplió su deseo pictórico de crear imágenes que parecían animadas por monstruos, iconografías que hizo narrar, para después suturarlas titulando las obras con errores ortográficos. Una trampa para espectadores que se detendrían en eso (Las googld, Fey Buc, Los abxtrastos) o ¿porque quizás deseaba también una «cultura analfabeta» más profunda?
Con esa particular sensibilidad, no era el tipo de artista que huía de la lectura, que no tenía libros en su casa o taller, que solo adquiría magazines o catálogos de tapa dura. Alí construyó en su biblioteca una constelación de textos, de ensayos teóricos y filosóficos, muchos de ellos conseguidos con un esfuerzo minucioso en francés, sin él hablar francés. Todos están reunidos en su casa en la urbanización 23 de enero de Caracas.
Una biblioteca como un autorretrato de su relación de apego con el conocimiento teórico del arte, que seguramente hizo y rehizo con mano de pintor. Tengo un libro importante que él mismo me regaló o dio a cambio por un café pequeño: Obras escogidas de Henri Bergson. Me lo dio porque ya no lo consideraba parte de su biblioteca, y sabía que me iba a servir más a mí al darse cuenta que yo aún no lo había leído.
En medio de esa contradicción arbitraria entre signos e imágenes con la que él jugaba, decía (con una sonrisa medio encajada en el rostro), que a él le gustaba su nombre propio: «porque está reunido todo el alfabeto, la letra “A” al inicio y la “Z” al final».
Iván Candeo, mayo 2021.