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Asientos inclinados

Por Oscar Abraham Pabón

Pocas veces un simple trayecto en transporte público puede transformarse en una experiencia filosófica. Sin embargo, hay momentos excepcionales en que un objeto diseñado para lo cotidiano despierta una reflexión inesperada. Aquel día, dentro de un autobús casi vacío en Barcelona, me encontré con una pieza de diseño industrial que, más que invitar al descanso, provocaban preguntas.¿Qué define la función de un objeto? ¿Cuáles son los límites de la representación?

La historia comienza en un bus de transporte público en Barcelona. Era el primero en subir. Saqué mi T-mobilitat —la tarjeta de transporte— y la acerqué al lector de validación. Al alzar la vista, observé todos los asientos disponibles y algo en el fondo del vehículo, a unos ocho o nueve metros de la entrada, me llamó poderosamente la atención.

Había “algo” extraño en el diseño espacial y la disposición de los asientos del fondo. Guiado por la curiosidad, caminé hacia ellos. A medida que me acercaba, notaba una alteración en su forma: la base de los asientos parecía alargarse en el plano horizontal, mientras que el respaldo se mantenía inalterado. Ya frente a ellos, comprendí que el asiento estaba inclinado, formando un ángulo de aproximadamente 45 o 50 grados con respecto al respaldo.

Automáticamente saqué mi celular y tomé algunas fotos. Era la primera vez que veía un diseño así en un autobús. Me pregunté si se trataba de un modelo único o si más vehículos compartían esta particularidad. Lo fascinante era que pocas veces un objeto industrial genera un acertijo filosófico. Este lo hacía.

¿Eran verdaderamente asientos o simplemente representaciones de ellos?

Desde la distancia, y en el ángulo correcto, parecían asientos comunes. Sin embargo, al situarse frente a ellos, se revelaban como una superficie inclinada, apenas útil para apoyar el cuerpo. Podría decirse que eran “asientos al 10 %”. Esa transición entre la apariencia y la experiencia me recordó la obra “Los Embajadores” (1533) de Hans Holbein el Joven, con su célebre anamorfosis: una calavera que solo puede verse correctamente desde un ángulo muy específico.

En el caso del cuadro de Holbein, la percepción correcta requiere un desplazamiento visual y espacial del observador. En el bus, la situación era inversa: desde lejos, el objeto parecía tener sentido funcional; al acercarse, se volvía ambiguo. Si el cuadro de Holbein funciona como una ilusión óptica, los asientos del bus se revelaban como una ilusión funcional. No apuntaban tanto al uso como al pensamiento. Eran una especie de objeto híbrido: funcional pero desconcertante. Por eso decidí bautizar esta experiencia como “Asientos inclinados”: una convergencia inesperada entre arte, diseño y filosofía.

En realidad, “Asientos inclinados” tiene más parentesco con la obra Slant Step de Bruce Nauman que con la pintura de Holbein.

La historia del Slant Step —el peldaño inclinado— es particularmente curiosa. Todo comenzó en 1965, cuando el artista William Wiley encontró en una tienda de segunda mano un objeto extraño: una especie de taburete de madera de unos 25 cm de alto en su lado más elevado, cubierto con linóleo verde y con una superficie inclinada a 45 grados. Cuando preguntó por su utilidad, el vendedor respondió: “No sé para qué sirve”. Esta respuesta, lejos de desanimarlo, aumentó su fascinación. Wiley lo compró y se lo regaló a su estudiante más prometedor: Bruce Nauman.

Ese simple objeto artesanal, sin nombre ni función clara, causó un revuelo en el entorno artístico de la época. En 1966 se organizó en la Berkeley Gallery de San Francisco la muestra “The Slant Step Show”, con artistas de la costa oeste que reaccionaban al objeto. Tal fue su impacto que incluso Richard Serra lo robó temporalmente para mostrarlo en Nueva York. El peldaño, aparentemente inútil, se transformó en ícono conceptual: sugería una función, pero escapaba a ella.

El crítico Thomas Albright escribió: “Su forma sugiere una función, pero jamás nadie podrá explicar su propósito”. Sacado de su contexto original, el Slant Step se convertía en una obra de arte justamente porque no servía para nada concreto. Su sentido era, paradójicamente, no tener sentido.

Volviendo a los “Asientos inclinados”, en este caso sí hay una función, aunque ambigua: permiten recostar el cuerpo sin llegar a sentarse del todo. Al entrar al bus, el usuario ve lo que parecen ser asientos normales, pero al acercarse, descubre una realidad alterada. No se está del todo de pie, ni completamente sentado. Se redefine el concepto de “asiento” a través de una alteración física y conceptual del diseño.

Este tipo de reflexiones me ha llevado a desarrollar algunas piezas propias, como la obra “Sillas de una dirección”, en la que exploré cómo alterar una silla hasta el límite de su funcionalidad.

La idea era sencilla: ¿hasta qué punto puede deformarse un objeto antes de perder su identidad funcional y quedar solo como representación?

En esta pieza, acorté la silla de tal manera que al sentarse de frente era imposible estabilizarse; solo podía utilizarse si uno se sentaba de lado, apoyando los muslos en su parte más larga. Vista de frente, ya no era una silla utilizable, pero de lado sí. Así surgía una paradoja: el objeto aún representaba una silla, pero solo era funcional desde una única dirección.

El hallazgo casual de los “Asientos inclinados” me hizo replantear estos límites. Antes había explorado únicamente alteraciones verticales y horizontales. Ahora comprendo que los ángulos también forman parte de estas indeterminaciones. Desde ese momento, he comenzado a experimentar con nuevas piezas, deformando y repensando sillas desde perspectivas oblicuas, buscando ese punto donde lo funcional y lo simbólico se cruzan.

Quizás lo más fascinante del diseño industrial es que, aun siendo creado con una finalidad práctica, puede convertirse en un enigma visual o filosófico. 

 ¿Cuántos objetos más que creemos entender están desafiando en silencio nuestra percepción de la realidad?

22 Junio de 2025

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