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La silla que soñó con Moore

Por Oscar Abraham Pabón

La historia que sigue es una sesión psicoanalítica de una silla modelo 3107, popularmente conocida como Serie 7, diseñada en 1955 por Arne Jacobsen (1902-1971). Y sí, usted ha leído bien y yo no me he equivocado. He usado correctamente las preposiciones. Es la historia “de” la silla, no “en” la silla. Porque, aunque parezca inverosímil, las sillas también sueñan.

Esto sucedió en un futuro próximo cuando los objetos cobraron conciencia. Para ser exactos, cuando se hizo posible la lectura telepática de sensibilidades a una escala general. Esto permitió que muchas disciplinas como la psicología y la filosofía ampliaran sus “objetos” de estudio.

No es el objetivo de esta historia contar las políticas de cambio de género futuras. Es suficiente con decir que sería difícil para una mentalidad moderna comprender estos cambios. Por ejemplo: una persona como Karl Marx, que desarrolló el concepto de cosificación (Verdinglichung), jamás llegaría a comprender cómo los seres humanos llegaron a perder la conciencia para ser meras cosas (objetos), y cómo las cosas llegaron a tener conciencia.

Con esta breve introducción histórica podemos avanzar.

Durante un periodo de dos años, la silla tuvo una visita semanal a su psicoanalista. En la medida en que se manifestaron avances significativos en la estructura psíquica del analizante, estas visitas comenzaron a espaciarse en el tiempo: pasaron a consultas cada quince días y, últimamente, a una vez por mes. Puede ser que la historia a continuación sea el último encuentro. Esto también explica que algunos diálogos evidencien un tipo de densidad y comprensión profunda de la psicología y filosofía de los objetos.

Será notable encontrar algunos desencuentros de carácter estructural durante el diálogo; esto sucede porque la orientación del analista es lacaniana y la silla, por algunas experiencias extra-artísticas, se inclinaba por un perfil junguiano. Lo importante es que la historia posee, sin la menor duda, un desenlace de ensueño.

La historia inicia con el diálogo de la silla:

—Lo que le voy a contar me ha hecho cuestionarme y pensar que la reencarnación y las vidas pasadas quizá sean cosas ciertas.

Dijo la silla con una leve sonrisa, que hacía indeterminable si el comentario iba en serio o era simplemente una forma divertida de entrar en tema, y continuó:

—Esto empezó hace unos quince días. Desde entonces he tenido dos sueños; el último de ellos podría considerarse “profético”. Esto me ha llevado a meditar más profundamente sobre el estado de las cosas. Aunque soy agnóstica, siento que mi pensamiento y mi vocación de servicio están en otro lugar. Desde el último sueño, parte de mí se inclina hacia la abstracción.

Primer sueño

En una habitación minimalista y pulcra, con aroma a abetos mezclado con el olor de alfombra recién aspirada, una lámpara en forma de hongo se atenúa como un atardecer, con su color naranja marchito. Ya sumergida en la penumbra, mis patas de fino metal comienzan a romper el suelo, buscando una hondura secreta. Al entrar en contacto con la tierra, se transforman en raíces de haya robustas.

Cuanto más me hundo, más siento que navego en lo profundo de la tierra. Mi tronco se expande, destruyendo la casa y sus habitantes desaparecen. Las vetas de mi asiento y respaldo se alargan en ramas que se baten en el aire, en un impetuoso despegue hacia el cielo. El peso de las hojas me anuncia que he alcanzado mi máxima expansión.

Entonces me elevo aún más y, al mirarme desde fuera, dejo de ser un árbol para convertirme en bosque. Y en mi ascenso, el bosque se convierte en paisaje y, finalmente, en contemplación misma.

La luz tenue del sol naciente comienza a delinear la silueta de las montañas. Entonces caigo en cuenta de que estoy soñando: el sol se reduce a una lámpara en forma de hongo sobre la mesa de noche. Me despierto.

—¿Qué sentimientos experimentó al despertar? —pregunta el doctor.

—Más que un sentimiento fue una idea… y luego, un sentimiento de triunfo. Sentí que había cumplido un ciclo. Por eso le hablé de reencarnación: porque comprendí la posibilidad de ser otra cosa sin dejar de ser yo misma. Y en esa “otra cosa” me descubrí plena.

—Pero… para reencarnar, ¿no tendrías que morir primero?

—Ese es el punto que más me ha hecho meditar. No se trata de morir, sino de que algo en mí deje de estar presente. No quiero esperar un tiempo indefinido para morir y reencarnar. Quiero llevarlo a cabo siendo silla. La pregunta que me hago es:

—¿Puede una silla dejar de ser silla?

El consultorio se cubrió de un silencio denso. El conflicto era inevitable: desde meses atrás la silla se había sumergido en la literatura de Carl Gustav Jung, convencida de que el proceso de individuación podía conducirla a la plenitud que solo alcanzaba en sueños. El doctor, en cambio, era un lacaniano de la vieja escuela, y cada vez que ella mencionaba a Jung respondía con una sonrisa socarrona. Estaba convencido de que la psicología de los objetos debía abordarse con rigor estructural.

Para él, el sueño de la silla revelaba un deseo ajeno a sí misma, pues el sujeto se constituye en la falta, en el deseo siempre desplazado y nunca colmado. Veía en sus lecturas de Jung no un estudio profundo, sino consultas ansiosas en tutoriales de YouTube.

La pregunta: ¿Puede una silla dejar de ser silla?, seguía flotando en el aire. La voz grave del doctor cortó el silencio con otra pregunta:

—¿Qué pierdes o qué ganas dejando de ser silla?

La silla volvió a sus pensamientos en silencio. Pasaron algunos segundos y, de forma espontánea, como si la respuesta le hubiera surgido de lo más profundo de su sombra, dijo:

—Pierdo utilidad, pero gano trascendencia.

La respuesta de la silla, aunque visceral, había sido producto de un gran trabajo de introspección. Su voz era segura y decidida:

—Sé que me crearon como un ser funcional —insistió la silla—, pero he venido a esta vida a trascender los límites que la sociedad me ha impuesto. Pasar de lo útil a lo inútil es alcanzar un nuevo estado del ser. Quiero ser contemplada, no ocupada. No necesito justificar ni mi belleza ni mi existencia. Esto lo comencé a intuir cuando estaba en la vitrina de muestra de la tienda de diseño, sobre el pedestal blanco.

En ese pequeño espacio, elevada del suelo, sentí la mirada y el deseo de personas que deambulaban por la calle. Desear y ser deseada me llevó a comprender que lo “bello” solo existe en la mirada del otro, y esa mirada no me pertenecía.

También me he preguntado si la trascendencia tiene que ver con la materia o a través de ella. Porque en el sueño, cuando mis patas entraron en contacto con la tierra, la sensación fue diferente. Tal vez porque antes de ser silla fui árbol, antes de árbol fui semilla y antes de semilla, espora, célula, molécula, estrella, silencio.

Tal vez la trascendencia está antes de ser algo y después del silencio.

El diálogo había llegado a una dimensión poética y reflexiva tan elevada que, si el mismísimo Richard Wagner hubiese escuchado las palabras de la silla, seguramente se habría conmovido al punto de escribir y componer algo.

Estas cumbres poéticas eran una situación que sucedía con frecuencia. La silla comenzaba a hablar en un lenguaje poético y abstracto que hacía imposible la comunicación. En esos momentos, el doctor volvía sobre temas más pedestres. Él reconocía sus propios límites y universo; hasta cierto punto, sentía envidia de que entes no humanos llegaran a poseer una comprensión más profunda de la vida.

El silencio fue interrumpido por el doctor:
—Volvamos sobre “la huella Keeler”.

Esto último era el nombre que se había acordado entre analista y analizante para hablar sobre un episodio fundamental en la historia de la silla: la sesión fotográfica de 1963 de Lewis Morley con Christine Keeler.

Christie Keeler. Foto: Lewia Morley. Model 3107 por Arne Jacobsen

Doctor:
—Cuando hablas en términos abstractos, las formas y las palabras tienden a un espacio indefinible, hacia el vacío… ¿por qué sucede esto?

Silla:
—Ahora que dices Keeler, esa fotografía cambió mi relación con el vacío. Descubrí la utilidad de ese espacio, y esa comprensión vino desde afuera: era la primera vez que me veía a mí misma. Pero verme desde afuera también me hizo exclamar: Pero… “Esa no soy yo”.

Era la misma paradoja que Milan Kundera describe:
Imagínate que vivieras en un mundo sin espejos. Soñarías con tu rostro como reflejo de lo que hay dentro de ti. Y después, cuando tuvieras cuarenta años, alguien te pusiera un espejo delante. ¡Imagínate el susto! Verías un rostro extraño. Y sabrías con claridad lo que nunca comprenderías: tu rostro no eres tú.

Así me sentí al contemplar aquella fotografía. Comprendí que Keeler y yo habíamos sido utilizadas: ella con su cuerpo, yo con mi forma. Ambas respondimos a lo que la sociedad deseaba que fuésemos.

También es verdad, aunque resulte curioso, que justamente esa imagen que me ayudara a ser tan popular en el mundo del diseño fuera una imitación, con ese horrible orificio que me hicieron en el respaldo. Sin embargo, mi pedigrí nunca se cuestionó: seguí adelante.

Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, puedo colocar en palabras lo que no podía definir en ese momento. Para responder puntualmente a su pregunta:

Al ver aquella fotografía, sentí la fragilidad de Keeler, su peso en reposo, y presentí su desaparición. Entendí que la sobreviviría en el plano material y, por qué no, hasta en el espiritual. Ese peso suyo era vacío, ausencia. Y fue esa experiencia la que me condujo al segundo sueño, aún más revelador.

Segundo sueño

Me hallaba en un campo abierto bajo un cielo azul intenso. A lo lejos distinguí una figura extraña que poco a poco se volvió reconocible: una escultura de Henry Moore, una “Figura Reclinada” de bronce con una hermosa pátina dorada.

Sus vacíos dibujaban formas orgánicas que se intensificaban contra el azul del cielo. Pero de pronto el aire en esos huecos comenzó a densificarse hasta convertirse en un bloque macizo de madera. Sabía con certeza que dentro de aquel cubo yacía la escultura, y comencé a retirar la madera con cuidado, como si la rescatara de la muerte.

Con precisión intuía qué partes debía liberar, qué profundidad alcanzar para no dañar la forma. Y cuando al fin retiré todo el material que la cubría y la asfixiaba, descubrí que ya no era de bronce: era de la misma madera de la que yo estaba hecha. Ahora algo nos unía: compartíamos la misma materialidad.

La escultura, en señal de gratitud, se levantó. De reclinada pasó a erguida y, dándose la vuelta, se sentó sobre mí. En ese instante, al recibir su peso, vi cómo ella desaparecía… y parte de mí desaparecía con ella. Donde antes sentía su peso, ahora había vacío.

Comprendí que para los demás era invisible, pero yo sabía que estaba ahí, dentro de mí. Y en ese secreto radicaba la verdad. Entonces me desperté.

Me desperté emocionada y con sentimientos encontrados. Comprendí la tristeza que había sentido con Christine Keeler: aunque su cuerpo estaba vivo y rebosante de juventud, su peso sobre mí era el de alguien camino a la muerte. En cambio, el peso de la escultura de Moore, hecha de materia aparentemente inerte, sentía que iba camino hacia la vida.

Ahora, doctor, le pregunto:
—¿Quién vive hoy: Keeler o las esculturas reclinadas de Moore?… ¿Quién realmente ha trascendido?

La silla, emocionada y con el tono de voz diferente por estas últimas preguntas, prosiguió un poco alterada:

—En parte, es por eso que no puedo estar de acuerdo con las teorías de Lacan y su terrible idea de aprender a habitar la falta. No puedo aceptar ser solo una silla, un objeto funcional del diseño escandinavo. No quiero —ni necesito— ser útil para justificar mi existencia.

El doctor la miraba por encima de las gafas, luego bajó la mirada y anotó algo ilegible sobre su cuaderno de notas. Todo parecía indicar que lo más importante era guardar silencio en ese momento. Había llegado al clímax de años de trabajo en la mente de una silla y, con mucha serenidad, dijo:

—¿Se da cuenta de que lo que me está pidiendo es que yo la autorice a dejar de ser silla? Eso no me corresponde a mí, sino a su propio deseo. Usted quiere que yo confirme su trascendencia. Pero si yo lo hago, usted perderá esa gran oportunidad. ¿Ve la paradoja?

La silla entendió claramente el lugar adonde la había llevado el doctor durante las últimas consultas. No era Keeler, no era Jacobsen, tampoco Moore o Jung, y menos aún el doctor quien le daría la confirmación o negación que buscaba de la autoridad.

Doctor:
—Ah, Jung… ese viejo místico suizo… algo de razón tenía cuando dijo: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino.

—Lo importante no es la bandera que uno esgrima, sino la ayuda real que podamos darle al “objeto” que tenemos delante. Mi tarea no es confirmarle si ha dejado de ser silla, sino acompañarla a escuchar aquello que, en su vacío, habla de usted misma.

La silla guardaba silencio, un silencio totalmente diferente de los que había experimentado en el pasado; se podría decir que era un silencio propio y que la voz del doctor no volvería. Solo quedaba aquello que por mucho tiempo buscó afuera y que solo en ella estaba: eso que es invisible para los demás y que ella sentía como lleno, era el vacío que la completaba.


Epílogo – Extracto de catálogo museístico

Obra: La silla que soñó con Moore #1
Autor: Oscar Abraham Pabón

Medidas: 81 x 54 x 54 cm [31,8 x 21,2 x 21,2 In]

Año de cambio a escultura: 2025

Modelo original: Serie 7, Arne Jacobsen, 1955
Estado actual: Escultura en proceso de individuación

Cronología de exhibiciones:

Nota curatorial:
El proceso de individuación de la silla sigue en curso. La obra, otrora objeto de diseño funcional, se ha convertido de “objeto” a  “sujeto” de contemplación estética y reflexión filosófica. Como toda pieza que sueña, plantea la paradoja de lo inanimado que sobrevive a lo humano.

Comentario final:
No se descarta que en el futuro comparta sala, en algún museo o galería, con una Figura Reclinada de Henry Moore. De suceder, el diálogo entre ambas obras exigirá un segundo capítulo de esta historia.

Advertencia al público:
Sillas y esculturas, aunque no humanas, también sueñan. Y lo más perturbador: pueden sobrevivirnos y hasta trascender.

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