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Otro arte político colombiano 6: arte y narcotráfico (II)

Por Guillermo Vanegas

 

Este es el sexto de una serie de artículos donde se reexaminará la noción de arte político que ha hecho carrera en Colombia durante la última década. Que procederán mediante el análisis de obras, curadurías o acciones de productores e investigadores visuales distintos a quienes se ha otorgado el monopolio de esta categoría; que buscan complejizar su asimilación como seña primordial de identidad del arte contemporáneo de este país; y que intentan desdibujar la homogeneidad otorgada a ese pseudo-movimiento, mostrando su variedad y algunas de sus metodologías.

 

 

Por su parte, Lucas Ospina enfocó su charla en el encuentro que cerrara la exposición Por las galerías el pasado 14 de septiembre en El Parqueadero del Banco de la República, desde la perspectiva de la economía cultural. Comenzó recordando la anécdota del Botero Chiquito que aparecía en el libro de Santiago Rueda que criticara en su momento. Valga rememorarla (porque recordar es vivir, porque hacer memoria es hacer historia, porque la vida es una delicia, porque sí): con ese apelativo se denominó a Fernando Botero Zea, un tipo que contó dinero del Cartel de Cali junto con el anticuario Santiago Medina en la campaña presidencial que ganara Ernesto Samper Pizano en 1994 y que, oh coincidencia, también era heredero de un pintor (demasiado) inflado y cuyas obras aparecían (demasiado) dentro de los edificios que los narcos se bombardeaban entre sí antes de la muerte de Pablo Escobar.

Luego, resaltó que las dinámicas de generación de oferta que enfrentaban los sujetos inscritos en ese nicho comercial eran iguales a las de cualquier otro negocio de especulación: tras reconocer una demanda constante lo mejor era introducirse simultáneamente en los sectores de producción y distribución, a condición de hacerlo siempre antes, pues así se controlaría la competencia. Ahora, como la ambición rompe el saco, lo que debía hacer el inversor era regular la oferta con acciones permanentes de control y expansión. Finalmente, debía construirse una reputación aparte.

Traducido a colombiano, esto significaba que a la gestión apoyada en inversiones iniciales habría de seguir una aplicación sostenida de medidas de apuntalamiento: distribuir sobornos en varios niveles y, si eso no funcionaba, rociar bala. Luego, venía la creación de un perfil público distinto al del rol tradicional de agresivo capitalista (por lo de los asesinatos y eso). Lo que vino a significar el ejercicio de aquello que hoy se denomina Responsabilidad Social, invirtiendo estratégicamente en ciertos bienes suntuarios.

Para el caso de los artistas colombianos que trabajaron hombro a hombro con esos pioneros del capitalismo local, esto determinó la creación de vínculos tan fuertes y dependencias tan marcadas que se llegaron a alterar las metodologías de producción: muchísimos autores se dedicaron a realizar miles de kilómetros de telas repitiendo temas, sus propios estilos se volvieron genéricos, la concepción ideológica se diluyó en medio de apuestas formalistas absolutamente acríticas, siempre se pintaba en embale* y siempre se firmaba con grafos enormes (sólo eso era lo que importaba). Arte chimbo** y caro en masa.

Complementando esta evaluación, Ospina también recordó que muchos narcotraficantes fueron amablemente asesorados por expertos que, como todo católico, buscaron que sus buenas acciones de coaching inversionista permanecieran en el anonimato. No obstante, al insistir en este punto añadió que Luis Fernando Pradilla, dealer de la obra del padre del Botero Chiquito y actual director de la Galería El Museo ha sido el único que ha dado nombre propio al respecto: el del prohombre y gestor aeronáutico Byron López. De resto, nada.

Así mismo, sostuvo que con el interés de experimentar la bohemia de primera mano, varios de los miembros más prestantes de este pujante sector entendieron, de la mano de sus asesores sin rostro, que también era necesario organizar con mucha atención varios Grand Tours por la ciudad de París. En este punto, apareció la referencia al historiográficamente lamentable pero económicamente redituable proyecto Pintores colombianos en París, una especie de guía telefónica con los nombres de los varones creativos de esta patria que se fueron a perseguir musas en la capital francesa y a quienes hoy nadie recuerda.

Ampliando la hipótesis de la construcción de capital cultural que propusiera Fernando Salamanca, Ospina añadió un elemento que bien podía tenerse en cuenta como evidencia de la consolidación de cierto carácter identitario mediante la afirmación edilicia. Trajo a colación al arquitecto Simón Vélez, famoso por sus construcciones en guadua, y narró que en su momento fue contratado por la familia antioqueña Ochoa, cuyos miembros habían venido traficando con estupefacientes desde la década de 1970 y participaron en la gestación del Cartel de Medellín. Ellos le pidieron que les diseñara su mansión.

Como dato curioso, ese hogar tuvo que ver indirectamente con la forma en que concluían las persecuciones a que las autoridades venían sometiendo a los integrantes de esta saga. Así, hubo momentos en que cuando se llegaba a capturar a alguno de ellos, los sujetos del cuerpo policial dudaban al intentar localizar la casa que debían allanar. Como la construcción de Vélez no había sido construida empleando materiales guisos** (vidrio reflectante de color azul y/o verde, pseudocolumnas en piedra muñeca, caliza pintada de mármol wanna be), sino troncos de plantas nativas, pensaban que se trataba de las caballerizas.

Pero más que demostrar la denodada ignorancia de los organismos de inteligencia locales, lo que quería hacer Ospina era darle entrada a su afirmación de que la economía derivada del narcotráfico llegó a producir una revolución estética en Colombia.

Y en este punto es necesario separar el concepto acuñado por el crítico. Por un lado, revolución. Desde la perspectiva de Ospina, durante el auge de este negocio y quizá por única vez en la vida, Europa y los Estados Unidos le devolvieron el favor a Colombia por todos los recursos naturales que le han esquilmado y con el dinero fruto de su consumo irrigaron aquello que ninguno de los gobiernos de centro derecha de este país ha podido siquiera intentar: la mezcla de capas sociales. En otras palabras que, para cualquier colombiano ultraconservador promedio –es decir, todos los que votaron por Uribe en estas últimas elecciones, o sea, una enormísima mayoría–, Colombia fue castrochavista antes de que siquiera se hubiera pensado el absurdo neologismo.

Por otro lado, estética. Ospina no limitó su análisis a la tan temida fantasía colombiana del contacto pasivo-agresivo entre ciudadanos con diferentes niveles de consumo, sino que llevó su reflexión hacia la forma en que el gusto de los responsables de esa economía había terminado por influir la construcción de identidad del colombiano de comienzos de este siglo. Es decir, que a pesar de toda el agua sucia que se le ha echado por sus preferencias visuales a los narcotraficantes, sus esposas, sus guardaespaldas y sus hijos, hoy en día una gran mayoría de compatriotas se inspira en su criterio visual: operaciones de cirugía estética para todos los bolsillos, ropa de marca por doquier, casas bling-bling construidas a punta de cesantías, bypass gástricos asequibles. La democratización del consumo.

Con este interesante esguince, Lucas Ospina complementó la presentación iniciada por Fernando Salamanca.-

 

* Haciendo las cosas rápido y sin fijarse en los detalles.

**Pésimo

***De mal gusto

 

Guillermo Vanegas

octubre, 2018

 

Lee Otro arte político colombiano 5: arte y narcotráfico (I)

 

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