Por Pedro Marrero
Vio la sabana del teque,
emisario de Guaicaipuro
Su cielo cruzarse de cables
Que llevando voces e historias
Imposibles de encajar unas con otras,
Trazaron las contradicciones de la ciudad.
La Pastora, el pararrayos caraqueño.
18 de enero de 2018
El camino de los españoles zigzaguea hasta hacer tierra en la Puerta de Caracas. Bolívar y Martí nos miran hormigas por encima del hombro, con nuestras ínfulas de siglo 21. Los forasteros llegan como electrones a esta ciudad conductora. Boca de los destinos que no se ahogan después de saltar desde puentes. Aquel Polaco, un espanto importado. Duran y perduran los puentes y los selfies de los déspotas.
¿Pero cruzamos esos puentes?
Caracas está levantada sobre calumnias y no columnas. Decimos de ella que no tiene memoria. Los fantasmas no creen en planos, catastros, ni títulos de propiedad. Los fantasmas se confunden y sufren de Alzheimer, y su apego a este mundo de fenómenos es mero desarraigo. Los fantasmas, por naturaleza desnudos, se visten con el abolengo de nuestras memorias inventadas. Inventados al final los mismos fantasmas, a nuestra imagen y semejanza.
Estamos haciendo un levantamiento de una ciudad que ya no existe, aunque creemos que estamos posados sobre ella.
La historia pesa aunque no la conozcamos. Pesa y enrarece el aire aunque la inventemos.
Las esquinas de Caracas más que una mera toponimia son capítulos de una narrativa proto-urbana.
Los fantasmas de La Pastora caminan y cabalgan sobre nuestras cabezas. Los cascos de la montura de José Gregorio Hernández levantan el polvo desembocado del camino que arrebataron criollos a españoles. Goyo se quita el sombrero y hace una educada reverencia para saludar a Alexander von Humboldt. Por la Puerta grande de Caracas se arrastra el polvo que somos, beatos o no, bajo la mirada indecisa de Bolívar y Martí.
Toda ciudad parece un escupitajo organizado. Abordado y curado por escuadras de hormigas históricas, pre históricas, proto-urbanas. Amos del valle que cuadriculan o se dejan cuadricular con entusiasmo. Bajo tus pasos se construirá la historia, alguna historia, que te absuelva de tu naturaleza pasajera, mortal. Las cloacas son recordatorio de nuestra condición, y se las esconde. El complejo de cesar resuena por igual en césares atrincherados bajo el cerro.
Los lugares con tanta historia siempre están llenos de supersticiones. Habitados también por los espectros que extraen ectoplasma de nuestros alientos.
Avalancha.
Centro de acopio de la memoria.
Ilusión de sentido.
Santiago de León con apellido indígena.
Eso somos ab origine.
Caracas, Teques,
Sus pasos descalzos, pedestres, sobre tierra compacta de tanto amparar
espectros iletrados que no califican para nuestros ecos con ínfulas geométricas y
precario ingenio material.
La historia se nos aparece inevitablemente bidimensional. Llegamos a hacer tal pacto con la historia, y creemos que es así. Reconstruir algo así implica necesariamente al cuerpo. Historia material del resquicio, penetrando fachadas y revestimientos. Arqueología mística heredada de las iluminadas de antaño, una por parroquia. En este pueblo no cabemos las dos. Vamos a contar mentiras, tralalá.
Al sitio de parto de Caracas, cuya periferia se difumina desbordando el proverbial valle, le decimos el centro. Ahí está el crudo pesado y fósil que baña de efluvios y pestes el negro camino de asfalto hacia el infierno. El siglo XX y, para ñapa, el veintiuno. Eso pasó.
Antes, descendimos de la promesa de campaña del cielo. Descendimos por el camino de los españoles y en alguna esquina de las historias se constituyó a la cera perdida un nosotros frente a un ellos, sin saber que nunca más sabríamos hacer convivir a la suma de nuestras partes.
Los minotauros del laberinto de Briceño Guerrero departen en ancestrales esquinas de Caracas, esas que todavía llevan nombre propio. Departen por horas cada madrugada, y vuelven sobre sus pasos frustrados por las calles y avenidas de la primera Santiago de León hacia sus embrujados lugares de reposo. Las ánimas parceladas en una Babel de parroquias de orgullosas e imprecisas fronteras. Santos lugares delimitados por la providencia de los césares, pero nombradas por, y por lo tanto en posesión de, esa abstracción que es la gente.
La Esquina Zapatero concluye el alfabeto de las esquinas caraqueñas. En ella no
solo hace esquina la casa que es hoy una pensión. También hacen esquina la
Avenida José Gregorio Hernández y la Norte 14. Pero, y es algo más importante
he invisible aún, en esa esquina hace esquina toda la Parroquia. Zapatero es la
frontera entre Altagracia y La Pastora.
No siempre fue una esquina, no siempre hubo una calle, no siempre fue un hito toponímico, pero la casa de la Esquina Zapatero siempre existió, en tanto es imposible, por más que interroguemos a los más vetustos vivos y muertos, que alguien rinda testimonio de alguna era en la que esa casa que hoy es una pensión, no estuviera.
Sobre la trama de Caracas se trazaron orgánicamente los eventos que hacen que una ciudad sea más que una cuadrícula. Los césares hicieron y deshicieron parroquias, calcos presuntamente civiles de la organización administrativa y territorial del clero.
La Esquina Zapatero no es el Alfa, pero no sería deshonroso adjudicarle el Beta, y definitivamente tiene vocación de Omega.
Rondan a la Esquina Zapatero rumores de supuestos gobernadores de tiempos monárquicos o de bota militar, y reclaman altivos su querencia sobre el ángulo que arma este solar. Pero las esquinas parlantes de la primera o segunda ciudad se resisten con obstinaciones desiguales, y el zapatero de antaño, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, dejó instalado su negocio callejero y espectral en el sitio.
Es hoy, además, el sitio donde se disputa la batalla entre la proliferación de nuestra basura material y la memoria que se ahoga en nichos solemnemente en pie y vacíos, vacíos de santos y de desechos por igual. El último gobernador fue relegado a la otra esquina, y dejó de regir la vivienda de antaño para pasar a habitar las calles como el resto de los espectros en el palimpsesto de nuestros afectos.
Pedro Marrero
(las negritas son nuestras)
“En esta ciudad que un día fue asiento
de árboles ríos y sosiego
el polvo le disputa al hombre
la posesión del aire.
Máquinas y ruidos convulsionan
el estrecho vientre
abultado
de basura y hambre
mientras trata de sobrevivir
a la furia civilizadora
que hinca su incisivo en la costra
que la defiende aún
de la muerte.
Está hecha de cólera y cemento
de destrucción y vértigo
perdió sus techos rojos
sus patios y granados
la fina neblina que bajaba por los amaneceres su tropa
de pájaros y aromas
Pero tiene la belleza turbia de la vida
su oscura fuerza primitiva
la pereza que muestra dientes y uñas
en la lucha por la sobrevivencia.
Trata de respirar
para salvarse de la contaminación
que le pone cerco
de defender su sitio bajo el sol
enseñando la dureza de un rostro
cruzado de cicatrices.
Y sin embargo
la penetra de pronto un vaho de jazmines
por entre rancios aceites
y desechos
pone a brillar el azul más allá
de ranchos y de rascacielos
y se deja cantar
de vez en cuandopor pájaros rezagados
en los últimos árboles.”
-Beatriz Mendoza Sargazazu. Caracas 1977, sin fecha.